

La inteligencia artificial y todo lo que se puede llegar a derivar es un tema que me inquieta. Me da un poco de angustia reconocerlo, porque me hace sentir mayor y desplazada. Aún recuerdo cuando hice los primeros cursillos para introducirme en el mundo de internet y en los buscadores, ya menudo tuve esa misma sensación.
Pero si los expertos dicen que estamos a las puertas de la revolución más importante de la humanidad desde el neolítico quizás sí hay razones para inquietarnos: por si sabremos adaptarnos y por si los cambios que deberemos vivir cambiarán de una manera definitiva y radical el mundo que conocemos.
He leído que dentro de unas décadas –pocas– no necesitaremos ningún ordenador, porque nuestro propio cerebro se podrá conectar directamente a la nube y tendremos acceso a todo el conocimiento sin necesidad de tener que buscarlo. La pregunta es obvia: ¿quién querrá dedicar tiempo y esfuerzos a estudiar entonces?
Ahora mismo ya reconocemos sin vergüenza que no sabríamos hacer una raíz cuadrada, pero ya lo hace la calculadora, o que no conocemos el territorio porque para desplazarnos nos limitamos a programar el GPS y dejarnos llevar.
Y cuando tengamos acceso directo al conocimiento sin pasar por el estudio, ¿sabremos relacionar conceptos, reflexionar, analizar, aplicar nuestro sentido crítico?
Sobre todas estas cuestiones me ha pasado algo en los últimos días que, siendo una tontería, me ha aportado un poco de tranquilidad de la manera más absurda. He visto un reel en Instagram de un padre y una hija que experimentan con una nueva aplicación. El padre es joven y la niña debe tener unos diez años. Con el móvil en la mano, observan cómo la aplicación va envejeciendo en la pantalla el rostro del padre progresivamente. Primero unas señales de expresión, pérdida de pelo, arrugas más profundas, flacidez... El hombre va pasando del aspecto de los cuarenta a los sesenta, con una imagen muy realista. Padre e hija se ríen del aspecto que el hombre va adquiriendo hasta que llega un momento en que el padre joven ya tiene el aspecto de un abuelo venerable. Setenta años, ochenta... en la pantalla aparece un viejecito. Y, de repente, la niña cambia la expresión, olvida la sonrisa y empieza a soñar. Finalmente arranca a llorar, con gran sentimiento, y abraza a su padre entre sollozos.
El padre deja el móvil y lo abraza, conmovido. La escena me ha provocado dos reflexiones. Por un lado, el consuelo de saber que por mucho que progrese la inteligencia artificial, nunca podrá reproducir el sentimiento de esa niña. Y, por otra, el agradecimiento por la vida que hemos vivido, que nos ha permitido ver envejecer a nuestros padres (en algún caso se nos ha robado esta experiencia) poco a poco.
Si ya es duro ver cómo los padres, que van perdiendo facultades y adquiriendo limitaciones, se acercan inevitablemente a la muerte, imagine cómo sería que esto ocurriera en un pequeño lapso de tiempo.
Me imagino que alguien ya estará trabajando en una aplicación que te enseñe el aspecto que tendrás embarazada de ocho meses cuando apenas te acabas de hacer el test con el Predictor.
Debemos agarrarnos al ritmo natural del paso del tiempo, pero cada vez nos lo ponen más difícil.