Israel y Palestina: la genética del trauma

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Funeral de Alma Al Majayda, una niña de 3 años víctima del bombardeo sobre Khan Younis en el sur de Gaza

De nuevo estalló con gran virulencia la guerra entre Hamás e Israel. Los efectos traumáticos del conflicto son evidentes para las personas que lo están viviendo y se van acumulando y creando un problema complejo: las afectaciones traumáticas pueden extenderse a lo largo de generaciones.

El trauma no marca únicamente a quien vive la guerra –en este caso– en primera persona, sino que existe lo que se llama trauma transgeneracional: la transferencia del dolor, del impacto psicológico vivido.

Este trauma sería como una mochila emocional pesada y dolorosa que si no se vacía pasa de padres a hijos e hijas y a nietos y nietas y así sucesivamente, variando en función de factores biológicos, sociológicos y psicológicos de la persona. Esto se traduce en patrones de comportamiento, valores o síntomas que las nuevas generaciones reproducen consciente o inconscientemente. En el caso de la guerra, pueden estar cargados de sentimientos de odio, venganza o desesperación.

La clave de todo ello es que esto va mucho más allá de un simple comportamiento aprendido, o de los efectos de una narrativa que forma parte de la historia familiar que hace que el pasado siga haciéndose presente: este dolor puede llegar a influir y modificar la expresión de determinados genes.

La epigenética empezó a estudiar este efecto en las generaciones siguientes a las personas supervivientes del Holocausto. Allí se pudo comprobar cómo los y las descendientes de las víctimas directas de aquella masacre seguían sufriendo efectos del trauma original vivido por sus progenitores o abuelos a través de pesadillas o problemas de comportamiento o afectivos.

Los traumas dejan una huella que si no es abordada acaba dibujada en la propia genética. ¿Cómo? El miedo, el terror y la angustia mantenidas terminan generando un sufrimiento que provoca unos niveles de cortisol elevados que pueden derivar en trastornos de estrés postraumático, depresiones crónicas y otras afectaciones. Si esto no se repara, estos traumas no resueltos pueden convertirse en herencia para las generaciones posteriores: un mayor nivel de vulnerabilidad ante la ansiedad, la depresión, el estrés, problemas con el sueño, problemas emocionales...

La epigenética es fascinante porque nos aporta elementos para entender cómo nuestra dieta, el estilo de vida y otros factores –como los traumas– pueden generar modificaciones en la expresión de algunos genes de nuestra descendencia. Hay que lidiar con el dolor del pasado, afrontarlo para conseguir cambios y acabar con los miasmas familiares que nos condicionan profundamente, a menudo a un nivel muy inconsciente.

Un duelo no resuelto o un trauma mal gestionado puede acabar atrapando a nuestros descendientes. De eso va también la guerra. Y, sobre todo, de esto va una posible construcción de la paz. Será clave ofrecer herramientas para poder reparar estos traumas transgeneracionales cargados de dolor, odio e ira. Si no se hace, se estará alimentando la guerra eterna.

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