El fuego es un lápiz que enseña geografía. Gracias a la pedagogía de las llamas muchos (no pocos) catalanes han descubierto que hay una comarca en Cataluña que se llama la Segarra (la Noguera ya la dejamos para el próximo curso). Este incendio es un fosforescente color sangre que subraya la Cataluña real y el mundo real. Disculpad si le salpica: no es ketchup.
Aquí está el dolor de la tierra. La Tierra Firme menstrua. Todo el mundo muere y nace aquí: la sequía, el agua, la energía, el despoblamiento, los alimentos… Intermitentes de emergencia. Warning. Cuidado, ciudadanos del mundo vegetal: no hay unos mundos mejores que otros. Todos los mundos están dentro del mundo. Todos los mundos son el mundo. Mi amigo John Ford pudo nacer aquí, pero, mira, quiso nacer en Cape Elizabeth, un pueblecito de Maine (EE.UU.). El director de las imágenes en movimiento, de un país en movimiento, le dijo a un joven Steven Spielberg: "Todo se limita a dónde colocas el horizonte".
La Segarra es un horizonte de western inmenso, infinito, colosal. Una pantalla de cine al aire libre por la que se verán las próximas películas globales. La Segarra es el mainstream, el blockbuster de la existencia de Barcelona en Nueva York pasando por Maputo y Teherán. Todos los interrogantes del mundo están clavados en esta tierra como una azada con mango al rojo vivo. Aquí, a diferencia de las pelis de Ford y el paisaje americano, no se ha publicado ni la leyenda ni la realidad. Segarra arde, pero ya estaba pelada. Por eso muchos nunca le han visto ni le han querido ver: creen que aquí no hay nada.
La Segarra es una de las mayores pruebas de fe que existen. En el futuro. En el mañana. En el horizonte. Todo puede parecerte magro, desnerido, invariable, impertérrito. Pero Segarra es el esqueleto, el esquema, el chasis, la pértiga para que todo se aguante. Sin ella se cae. Segarra es la verdad desnuda y que pega bofetada. Viuda grave de una guerra eterna que no sabes si nunca termina o siempre comienza. Dignidad de palabras que sólo caben en el bolsillo. La palabra clavada como clavo, enrollada como hierro soldado. La luz sin electricidad. La penumbra de plato en la mesa. No hay más, por eso de ahí ha salido volando todo.
De aquí salen los Vall Companys, los Alsina (Bon Àrea), Sorigué, Llorens, Condal (Condis), Gabarró (Gas Natural)... Pero también Carme Balcells agente de los escritores del planeta. La necesidad, el hambre, las manos con más suelo que piel. De no llorar y de no reír. De esta tierra diván psicoanalítico: malabarista, loca, surrealista, hipnótica, magnética, que va del marrón al verde a la velocidad de la vida, del fuego. Aquí está la balanza del ser y no ser. Segarra nos avisa de que podemos morir quemados. Pero también hay muchos muertos en vida. Muchos muertos que no saben que están muertos. Muchos ignorantes, analfabetos, iletrados. Criaturas que no saben las cuatro reglas para sobrevivir. El mundo es un funámbulo que se juega todo a la sirga de la Segarra.
Ahora. Ahora sí que estamos haciéndole palmo y pipa y piñao, piñau a John Ford y El hombre que mató a Liberty Valance: aquí no se publica la leyenda. No. Aquí se publica la realidad. La historia continua de las personas que quieren vivir y se agarran a las barandillas de hierro florecido de las casas que son lanchas salvavidas. No soltarse nunca. Nunca. Agárrese. Como una máquina del tiempo en la que todo corre veloz, ardiente, doloroso. Subobrar no es ahogarse. El futuro está aquí.