La justicia tiene que evolucionar

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Hace pocos días empecé las clases del segundo trimestre, con un esfuerzo importante tanto de los alumnos como mío. La modalidad en línea no solo requiere una adaptación técnica sino también un cambio total en la manera de enseñar. Un poco se había avanzado, con la denominada flipped classroom (en la que el alumnado trabaja los temas previamente), pero la ausencia de presencialidad lo hace todo más difícil e impersonal.

En cualquier caso, empecé como siempre, explicando que el derecho penal tenía que ser el último recurso al que tiene que recurrir la sociedad para facilitar la convivencia, una idea que por supuesto no se ha llevado a la práctica. Al contrario, la proliferación de tipos penales, así como las penas de prisión, ha sido una constante en los últimos tiempos. Es indudablemente un claro contrasentido que una sociedad evolucione en casi todo, y se vuelva más libre, y que por lo contrario continúe creyendo que castigando más y más duramente lograremos una convivencia más buena. No es extraño, pues, que, al preguntar a los alumnos qué delitos suprimirían del Código Penal, mayoritariamente opinaran que aquellos que afectan a la libertad de expresión.

Nunca he compartido la idea de que la moderación sea tibia, o de que no se pueda ser amable o generoso, o de que hay que poder decir las cosas sin ofender. Sé que esta postura no vende ni en tertulias televisivas ni en política. Pero es que, además, considero que por regla general quien conoce a fondo un tema no tiene que recurrir sistemáticamente al ataque, sino que puede usar argumentos mucho más convincentes.

Pero esto no significa que nuestras costumbres no hayan cambiado, y mucho; solo hay que mirar la manera de vestir de la gente, igual como sus comportamientos y actitudes. De forma que cosas que en el pasado podrían ofender hoy se ven con normalidad. En esta línea, proteger penalmente los posibles ataques a la ideología, la religión, las creencias, la situación familiar, la identidad sexual, la raza, etc., para mí no tiene sentido. Ciertamente algunas acciones o manifestaciones pueden llegar a ser claramente ofensivas y en consecuencia no solo pueden sino que tienen que ser criticadas y/o protegidas desde la moral y la ética, pero no desde el derecho penal. Pero, además, estos delitos están descritos de manera muy genérica y son difíciles de interpretar porque carecen de la objetividad necesaria. Si a esto le añadimos que para estos casos el Código Penal prevé penas de prisión, todavía resulta más incomprensible. Y lo mismo diría de otros delitos como el llamado enaltecimiento del terrorismo o el de injurias a la Corona. En términos generales, se trata de figuras que se basan en un concepto de autoridad que no admite cuestionamientos y que exige un tipo de acatamiento y tratamiento de sumisión. Y un apunte: querría refrescar la memoria sobre la posición del TEDH respecto a la libertad de expresión cuando manifiesta que también ampara opiniones que pueden inquietar, herir u ofender a un sector de la sociedad.

No hace mucho tiempo aquí todavía se protegía el paterfamilias a través del derecho de corrección, con la posibilidad de imponer determinados castigos a los hijos. Tanto en el fondo como en la forma, era una protección para el progenitor y no para los hijos. Muchas de las cosas que pasaron en las familias en el pasado y que han quedado ocultas durando mucho tiempo se debían sin duda a esta forma de autoridad incuestionable. Sus efectos negativos y dolorosos lamentablemente duraron mucho tiempos.

Es evidente que actualmente los delitos contra la libertad de expresión necesitan una reforma, pero la manera en la que se tiene que abordar no es unitaria. Hay quien dice que no se tiene que legislar en caliente; otros, que se tendría que hacer una reforma global del Código Penal, puesto que hay otros muchos delitos que también necesitan una revisión -como por ejemplo la rebelión y la sedición- largamente anunciada, y, por lo tanto, hay que evitar una reforma con parches aislados. Y hay quien defiende que lo mejor es eliminarlos del Código Penal cuanto antes mejor, para evitar, así, los riesgos que su permanencia implica para la libertad de expresión.

Pero hay una cosa que no acabo de entender: mientras dura esta tramitación, jueces y tribunales tendrían que ejercer otro papel. Sin duda podrían interpretar de manera restrictiva unos tipos penales tan abiertos e inconcretos que les permitirían en la mayoría de los casos una sentencia absolutoria o, cuando menos, evitar las penas de prisión. Pero, sin ir más lejos, el caso de Pablo Hasél es claramente ilustrativo de la posición contraria, si finalmente tiene que entrar a cumplir una pena de prisión. Ciertamente, los votos particulares alegaban que “una sintonía ideológica no podía identificarse como un llamamiento a la violencia”, pero fueron una minoría.

En el pasado hubo jueces comprometidos con los derechos humanos que evitaron con argumentos jurídicos condenas por temas políticos o morales, como la homosexualidad, la peligrosidad o el aborto, cuando estaban prohibidos. Me pregunto por qué actualmente nuestra justicia no es capaz de evolucionar y adoptar respecto a los delitos de libertad de expresión resoluciones ultrarestrictivas haciendo un esfuerzo para adaptarse a la sociedad en la que vivimos.

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