Hoy, lunes 3 de junio, hace cien años que murió Franz Kafka, a causa de la tuberculosis, a un mes de cumplir los 41 años. Junto con Marcel Proust y James Joyce, Kafka forma la tríada de los autores de referencia de la literatura occidental del siglo XX, los tres grandes formadores. No "los mejores", porque la literatura no se produce por ninguna lógica competitiva. Pero sí que, como en todo en la vida, hay personas que ven lo que los demás no han visto y lo iluminan. Podemos recordar que Proust murió a los 51 años, también de una enfermedad respiratoria, y Joyce un mes antes de cumplir los 59, debido a una peritonitis derivada de una úlcera perforada, que a su vez tenía el origen en su alcoholismo.
Esta manía de mirar a qué edad habían hecho determinadas cosas los grandes escritores (por ejemplo, morirse) la tenía Elias Canetti, otro de los nombres importantes de la literatura europea de nuestro tiempo. Canetti hace una lectura de los tres autores a partir de una idea que me parece incontrovertible. Afirma que el hombre moderno tiene tres preocupaciones fundamentales: la herencia (el pasado), el día de hoy (el presente), visto en su unidad, separado de los otros días, y el futuro, donde –a diferencia de las dos preocupaciones anteriores– nada nos es dado ni conocido. Canetti afirma que Proust es un escritor que trabaja el pasado, mientras que Joyce indaga el presente y Kafka es capaz de lo más difícil, que es presentir y contar una idea del futuro. La literatura le permite a Proust intentar comprender el pasado como un todo, mientras que la simultaneidad, a menudo terrible, de nuestras vidas como ciudadanos de la modernidad (la percepción de que todo sucede a la vez, de forma caótica y conflictiva, sin que importe nada de antes ni de después) la narra Joyce haciendo que su magna novela Ulises transcurra en las calles de una ciudad concreta, Dublín, en un día también concreto, el 16 de junio de 1904.
Kafka, en cambio, se hace cargo de una certeza sobre el futuro que Canetti expresa así: “Una catedral de ochocientos años de antigüedad puede caer esta noche, y mañana ya nadie sabrá nada de ella [...] Todas las destrucciones pertenecen al futuro, todas las reliquias al pasado. No hay ningún miedo que no pueda hacerse realidad; todo pronunciamiento puede, en cierto modo, ser considerado profético”. Nos atreveríamos a añadir que Kafka ha explotado como pocos la inquietud del miedo y la del ridículo, como nos muestra, respectivamente, en piezas como En la colonia penitenciaria e Informe para una academia. Por eso también es un humorista, como subrayó Gabriel Ferrater.
Y quizá por eso, por un tiempo, quiso escribir de noche. Pietro Citati lo imagina así: “Había leído, en una Historia del Demonio, que, entre los habitantes actuales del Caribe, quien trabaja de noche es considerado creador del mundo [...] Se impuso esta disciplina: se sentaba en el escritorio a las diez de la noche y se levantaba a las tres, a veces a las seis. Escribía mientras estaba oscuro, en el silencio, en la soledad y en el aislamiento, mientras todos los demás [...] dormían”.