Junts per Catalunya ha decidido separarse del pacto por el catalán en la escuela. Es una rotura histórica. El binomio escuela-lengua ha sido un pilar del catalanismo como mínimo desde 1908, cuando el Ayuntamiento de Barcelona presentó su famoso Presupuesto de Cultura, que finalmente no prosperó, pero que abrió camino. La Mancomunidad, la Generalitat Republicana y la Generalitat recuperada han tenido en la escuela un eje para conseguir la cohesión social a través del catalán como elemento integrador. En los tres casos, mandaran las derechas o las izquierdas, un anchísimo consenso político y ciudadano lo ha hecho posible. Se ha tenido como un pilar básico, fundamental. La escuela en catalán es en la sociedad catalana lo que la monarquía sería a la española. España se identifica con el símbolo de la institución más alta, suprapartidista; Catalunya lo hace con el símbolo de una institución de base, ciudadana, al margen de partidismos. Son dos amplios consensos de naturaleza diferente que retratan el carácter de cada país.
Por eso el gesto inédito de Junts resulta tan inquietante. Porque rompe con un consenso troncal. La explicación es que el independentismo de Junts tiene un poso ideológico rupturista no ya con España, sino con el propio catalanismo. Pero una cosa es romper con el gradualismo estratégico histórico del catalanismo y otra muy diferente es situar en el centro de la batalla el espacio preservado de la escuela catalana, solo profanado por el españolismo político y mediático. A pesar de que el triplete Cs, PP y Vox no han conseguido, en las últimas décadas, movilizar a las familias contra una enseñanza con el catalán como lengua central, sí que han obtenido el favor de los tribunales, que han ido haciendo hueco para laminar el carácter del idioma propio como lengua vehicular de la enseñanza a partir de la sentencia de 2010 del Constitucional contra el nuevo Estatuto, que abría las puertas a hacer del castellano una segunda lengua vehicular. El resultado son unas sentencias, como la del TSJC sobre la obligación de impartir un 25% de horas en castellano, que desmontan un sistema de éxito tanto académico (hace décadas que todos los chicos y chicas acaban la educación obligatoria con los niveles requeridos de catalán y castellano) como convivencial.
Ante esto, ¿qué hacemos? La mejor respuesta tiene que ser mantener la escuela catalana como un pilar, como el fruto de un gran consenso mucho más allá de las ringleras del independentismo. Porque la escuela catalana, con el idioma propio como prioritario, tiene que continuar siendo un proyecto compartido por el grueso del país. Esto no se puede perder. La minoría que busca la confrontación y que no acepta la necesidad de una especial promoción del catalán tiene que continuar siendo esto, minoritaria y excéntrica, extrema. Todo lo que sea romper esta unidad como garante del modelo de escuela catalana es un peligro, es abrir la caja de Pandora. Los juristas avalan la fórmula que se había pactado y de la cual Junts finalmente se ha desmarcado: la reforma de la ley de política lingüística. El sentido común aconseja darle una oportunidad. Y sobre todo mantener la unidad por mucho que cueste negociarla.