La lengua nos exigirá tomar riesgos
A estas alturas, el debate sobre lengua e inmigración ha caducado, porque quien quiera negar la evidencia se está engañando a sí mismo y a los demás: que Catalunya tenía 4 millones de habitantes en 1960 y ahora tiene 8 es un dato irrebatible. Que esta duplicación se debe a la inmigración es una certeza. Lo que sí admite discusión es si el predominio del castellano se debe a la voluntad lingüicida de los recién llegados, o si lo que estamos viviendo es una lógica derivación del contexto sociopolítico.
Las oleadas migratorias del siglo pasado llegaron a un país donde el catalán era mayoritario pero estaba fuera de la vida pública, de la escuela y de los medios. Los catalanohablantes, indefensos, tuvieron que aceptar que el castellano fuera la lengua franca entre los autóctonos (bilingües) y los recién llegados (monolingües). Sin embargo, miles de hijos de aquellas oleadas se incorporaron a la lengua del país, lo que es un éxito notable, pero no suficiente. Porque las oleadas posteriores, las de este siglo, de origen más diverso, llegaron con el catalán ya oficial, pero en una situación en la que el castellano era la lengua principal de la mitad de la población, y la única de conocimiento obligatorio. Por lo tanto, en conjunto, la inmigración del último medio siglo ha hecho lo que hacen todos los recién llegados: elegir hacer lo imprescindible, por encima de lo deseable.
No pretendo exonerar ciertos tics neocoloniales que han humillado a muchos catalanohablantes. Conductas supremacistas que nos exigían cambiar de idioma por "educación" o, peor aún, porque "estamos en España". Pero en general es acertado el dicho castellano "a donde fueres, haz lo que vieres": un Mohammed instalado en la Vall d’en Bas en pocos años se ha convertido en en Met y habla un catalán de la Garrotxa magnífico, mientras que hay miles de andaluces o extremeños que llevan 40 años viviendo en Badalona y no saben decir ni buenos días. Somos lo que somos y el contexto en el que nos movemos. Flujos de inmigración demasiado repentinos han producido burbujas cerradas. Con una natalidad más generosa, una inmigración paulatina y una lengua no enterrada durante el larguísimo paréntesis franquista, las cosas habrían ido diferente. Pero el pesar, ahora, no nos es útil.
Lo que toca es hacer inventario (dos millones de hablantes, una lengua viva en las instituciones, en los medios y en la cultura, miles de extranjeros estudiando catalán por gusto o por imperativos laborales) y después un recuento de peligros y déficits (auge del castellano como lengua de socialización entre los jóvenes, percepción del catalán como idioma innecesario, mayoría insultante de castellano e inglés en los productos culturales y de ocio, provincianismo de celebridades y referentes sociales que adoptan el castellano para hacerse perdonar su origen en un mercado más amplio, etcétera).
La tercera fase es elaborar un plan de emergencia, que para mí se basa en cuatro medidas. Primera: militancia lingüística –rocosa, insobornable– de los catalanohablantes. Esto puede empezar a modificar el paisaje lingüístico, y tenemos pruebas de ello. Segunda: inversión masiva en la catalanización de la vida pública, en el ámbito social, mediático y cultural (esto se está haciendo, pero en un grado insuficiente para corregir las inercias del mercado). Tercera: definir un modelo de país que ya no pase por el crecimiento desbocado y la precariedad laboral. Y cuarta: establecer por ley la obligatoriedad del conocimiento del catalán y su uso preferente en todos los ámbitos. Esta es la clave para amortiguar la actitud de una parte de la inmigración y ofrecer la puerta de salida a otra parte, la más hostil. Este cuarto punto desborda los límites de la Constitución y nos lleva, inevitablemente, al conflicto con el Estado. Otra vez, sí... Pero hay que afrontar nuestra verdad incómoda: sin tomar riesgos, el futuro del catalán se mide en algunas décadas.