Leonor y Valtònyc

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El rapero Valtònyc ha recibido una cálida acogida en Mallorca tras pasar cinco años en Bélgica.

La Corona española atraviesa un momento bajo desde hace años, tanto en lo que se refiere al prestigio de la institución como a su influencia política. Los múltiples escándalos que se han ido haciendo públicos (primero en la prensa extranjera; a la española, muchos tiempos después), en los que se mezclan las historias de alcoba con las estafas fiscales y un amplio abanico de delitos económicos, van llevar primero a la abdicación de Juan Carlos en favor de su hijo Felipe, y después a la peculiar situación actual. Una situación en la que el rey emérito lleva tres años viviendo en un país sin democracia ni derechos humanos, mientras la propia Corona y todo su entorno hacen grandes esfuerzos para concentrar toda la mala imagen sobre el antaño idolatrado Juan Carlos, a fin de preservar la figura de Felipe VI. Éste, sin embargo, fracasó clamorosamente el 3 de octubre de 2017, cuando decidió convertirse en un elemento de parto y en un rey que sólo gusta a la derecha ultranacionalista (que nunca había sido amiga de su padre). Por todo ello, como suele decirse, el CIS dejó de preguntar a los ciudadanos qué valoración hacen de la Corona, porque las puntuaciones serían demasiado bajas.

Ahora, la propia Corona y sus afines ven, en la mayoría de edad de la sucesora al trono, Leonor, un motivo para hacer fiesta y sacar algo de pecho, tratando de rescatar la idea de la institución como gran activo unificador de España, con toda la mezcla de periodismo cortesano y prensa rosa que tradicionalmente rodea a la familia real. Lástima, sin embargo, que la operación vuelva a ser de parto, con la derecha de PP y Vox contraponiendo a la España ideal que se supone que representa Leonor con la España corrompida del traidor Pedro Sánchez, que se ha vendido en Puigdemont, etcétera.

Esto ha coincidido con el regreso de Josep Miquel Arenas, Valtònyc, a su casa. Un regreso triunfal. Valtónic logró burlar la vigilancia de la policía y salir del aeropuerto de Palma hacia un destino que tampoco nadie supo controlar y que resultó ser Bruselas, primero, y Waterloo, después, donde entabló amistad con Puigdemont y los exiliados políticos catalanes. Fue condenado a tres años y medio de cárcel a través de una ley mordaza que los gobiernos de Pedro Sánchez aún no han derogado, y le condenaron, precisamente, por cantar a ritmo de hip hop, y en el tono sarcástico que es propio de esta música, lo mismo que dice esta columna en el párrafo anterior. Es decir, nada que no sepa todo el mundo. La justicia española aumentó su desprestigio frente a la comunidad internacional emitiendo contra él euroórdenes de detención que fueron desestimadas por la justicia belga. Ahora vuelve en vísperas que sea decretada una amnistía que no la habría incluido, porque la persecución que sufrió no tuvo relación con el Proceso. Y sin embargo su caso, como el del también rapero Pablo Hasél, que sigue encarcelado, ha puesto en evidencia las graves deficiencias de un estado español que tiene una magistratura carcomida de ultranacionalismo y un sistema político e institucional organizado de una monarquía corrompida y caduca.

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