Un montón de libros.
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Empieza el estudio, pero muchas familias todavía buscan cosas. Bien, desde hace años... Y no las encuentran. No se sabe cuándo empezó todo (¿alguien podría hacer una prueba del carbono 14?), pero lo más difícil de cada año de inicio escolar es... encontrar libros. ¿Dónde están?

Las familias, todas, estructuradas, desestructuradas, nucleares, atómicas, celulares, unicornias, reciben una lista. Debe comprar un lápiz del número 10,5, pero sobre todo que sea de color andrógino, y que pueda usarse después, a la hora del desayuno, como cuchillo sostenible. Y llega la hora de los libros. Éste, el otro, el de más allá, el que no acaba de asomarse, uno que pasaba por la otra acera... Muy bien, ¿verdad? No. Por qué las escuelas piden comprar libros que ya no existen, ¿eh?

Son libros descatalogados, agotados, exhaustos, muertos, o incluso si son moribundos se encuentran en una librería de Pernambuco, que sólo tiene un ejemplar, y no los 20, 30, 40... que exigen para todos los alumnos. ¿Por qué lo hacemos esto? ¿Por qué lo pedimos? Nadie sabe que aquel libro que, tal vez, en 1983 se vendió mucho, y sirvió para que los niños se divirtieran con la historia del conejito asilvestrado, que le mete mordida a una ardilla tuerto y cojo para agarrar una lechuga, como fábula pedagógica para no comer carne, y así no pelar bichos, ahora, ahora, no lo tiene nadie ni en casa, ni está en ninguna estantería de librería física, ni virtual, ni en el congelador, ni la editorial ha decidido, o pensado, en reeditarlo, o quizás vive mejor vida en el paraíso de los libros jubilados bebiendo daiquiris entre Hamlet y Guerra y paz. ¡Salud!

Si hay un clásico moderno que goza de buena salud es éste: el de pedir libros que no se pueden encontrar, comprar, comer. Lo saben los padres, los libreros, los editores, y también los árboles de donde sale el papel que les es robado, violado... Así, ¿qué debemos hacer? Queremos que lean, pero pedimos cosas que no se pueden leer. Libros cadavéricos. Como si el libro fuera esto: un despojo mortal. Pulso eres y en polvo te convertirás, dijo Jaime el de la Incineradora.

Es necesario actualizar bibliografías, pero también es necesario actualizar neuronas. Quizás habría que hacer una consejería de neuronas en vez de educación. Sí, el libro. Lo que cuenta historias de P3 en, pongamos, bachillerato (y el drama no libros en la universidad ya es para otra civilización en unos siglos), lo que nos habla de cerditos que quieren gestionar su granja, aventuras en la selva hexagonal o dramas urbanos estofados en mercurio; los grandes, pequeños, antiguos, nuevos, clásicos nacionales, internacionales o siderales... Vamos, lo que sea, pero que aterriza en las escuelas de todo el país como materia, cosa, realidad, eje transversal de una educación, cultura , un ñame-ñame existencial. En evidencia, también hay una gran oportunidad en este vacío, agujero, en esta no existencia de libros: encontrarlos.

Concurso Nacional de Encuentro de Libros Infantiles y Juveniles que no se Encuentren. Avis a los niños por todo el país. Un inmenso escape room kilométrico. Los de Barcelona en Lleida, los de Girona en Tarragona... Un Erasmus catalán, y en Cataluña, en busca de los libros perdidos. Niños subiendo el pico del Orri, otros haciendo submarinismo en Les Medes, unos atravesando campos de trigo en Sant Ramon, los de más allá desgajando almendras en Vila-seca... Un curso, una clase, una asignatura infinita en al aire libre. Aprenderían geografía, humanidades, tecnología, biología, anatomía, gimnasia... Y sabrían el precio de un libro, de la literatura, la cultura, la vida.

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