En el tren, entrando en Barcelona o en el tranvía, yendo a TV3, ves los huertos. Todos ellos rodeados de cañas, somieres, palets, para cerrar. La idea es aprovechar. Aprovechar lo que sobra, lo que no se utiliza. Dentro, las cañas de las tomateras, bien tensadas, bien atadas, que no se las lleve el viento o una lluvia “impensada”, por decirlo como el de Valencia. Hay un arbolito frutal, y en el tronco del arbolito, bien puestas, las cañas que sobran. Hay una silla de camping, también terciopela, para que lo que le lleva (así se dice: “llevar el huerto”) se siente a descansar. Hay una chabolita de las herramientas, hecha de fustotes, hay una mesa (una puerta y dos caballetes) para preparar la cantera. Por sí solas, todos estos trastos serían feos, pero juntas, formando este todo tan práctico, dan una idea de malos aseos convertidos en buenos aseos, que provoca una grandiosa laxitud estomacal y paz de espíritu.
Esta rectitud de las lechugas y las coles kale, tan matemática, junto a la anarquía del pepino, que va donde quiere, que esconde las frutas bajo las hojas, grandes como la vela de un chill-out, es de una belleza perturbadora. Hay un hombre, con gorro, que ata tomates. Se agacha, se levanta, bebe agua. No va ni deprisa, ni despacio. Tiene la regularidad de un avión en medio del cielo. De un día para otro, si te detienes, ves cómo le han crecido los calabacines. Tanto, que tengo la sensación de que si espero una hora los veré, yo misma, expandirse. Este placer ajeno le sentía viendo el programa de un cocinero inglés, que contaba recetas desde un huerto de verdad, pero atrezadísimo, o el espacio de plantas del programa Bricomanía, donde toda la tierra se veía compostadísima y el presentador tocaba las flores con perfecta naturalidad, como las comadronas con los bebés. Cuidar un huerto es lo contrario que tener una cuenta en TikTok. Es la necesaria lentitud y esperanza. Es saber que no todo lo tendrá siempre. Es saber que siempre lo tendrás todo.