Lynch, Trump, América
El mismo día que murió el director de cine David Lynch, el 15 de enero, recibí una nota de pésame nada irónica de un estudiante. Supongo que cuando analizamos la película Carretera perdida (1997) poco antes de Navidad mi admiración por Lynch y su obra quedó clara (no hace falta ser una viuda desconsolada para merecer un "te acompaño en el sentimiento"). La muerte de Lynch coincide con la resurrección institucional de Donald Trump. Lynch murió con 78 años, la edad que tiene Trump ahora. Ambos nacieron en Estados Unidos en 1946: Lynch en enero y Trump en junio. Sus orígenes no son Reino Unido o Irlanda, sino la Finlandia de habla sueca en el caso de Lynch, y Alemania, concretamente Renania, en el de Trump. Más allá de esto, todo son diferencias. Lynch nació en la América profunda, en Montana, en el seno de una familia de clase media, mientras que Trump es un neoyorquino hijo de padre millonario. Etcétera. En este artículo me gustaría hacer algunos apuntes sobre su relación con Europa, que resulta antagónica.
De joven, antes de hacer ninguna película, Lynch y su amigo Jack Fisk vinieron a Europa con la intención de estudiar con el pintor austríaco Oskar Kokoschka, que ni siquiera los recibió. Lo que iba a ser una larga estancia se transformó en un extraño viaje de un par de semanas. Sin embargo, no se traumatizó: sus influencias literarias, pictóricas y cinematográficas siguieron siendo genuinamente europeas. Su primera película, Eraserhead (1977), que de hecho contiene todos los elementos que exploraría posteriormente, tiene muchísimo que ver con el dadaísmo y el surrealismo y poco o nada con John Ford, para entendernos. Esta obra minoritaria, difícil y oscura, por cierto, fue considerada por Stanley Kubrick como una de las mejores de la historia del cine. Es solo un ejemplo de la devoción que se le tiene en Europa, donde obtuvo la mayoría de sus premios más importantes y es un referente indiscutible (en 2019, para corregirlo un poco, Hollywood le concedió un Oscar honorífico). Hablamos, pues, de un fructífero trayecto intelectual de ida y vuelta que ha dado resultados importantes.
El vínculo de Trump con Europa nada tiene que ver con el de Lynch, en ningún sentido. De hecho, es la otra cara de la moneda. El presidente norteamericano percibe al Viejo Continente como un elemento que es a la vez molesto y residual en el seno del nuevo orden planetario que él mismo ha impulsado. En algunos casos concretos, el desprecio es puramente anecdótico, aunque también significativo: cuando viene por aquí, prefiere que le traigan una hamburguesa, unas patatas y una coca-cola antes que probar una comida que considera demasiado sofisticada. En otros casos, sin embargo, el desprecio no tiene nada de anecdótico y se transforma en un agravio de grandes proporciones: es el caso de su manía por la isla de Groenlandia, bajo soberanía danesa pero casi independiente de facto. Aparte de formar parte de la Unión Europea, Dinamarca está adscrita a la OTAN y nunca ha tenido ninguna actitud hostil hacia Estados Unidos. Las amenazas de Trump, por tanto, son absolutamente improcedentes. Cabe decir, en cualquier caso, que el desprecio es recíproco y también rotundo. Salvo la extrema derecha furibunda, que lo considera uno de los suyos, la opinión pública europea lo ha juzgado mayoritariamente, ya desde 2016, como un personaje grotesco y vulgar, un indocumentado oportunista que se creó un personaje en un reality show aún más grotesco y vulgar. De hecho, la mayoría de medios no lo tratan exactamente como un político sino más bien como una extravagancia derivada de una error del sistema, por decirlo en lenguaje informático. Al escritor argentino Jorge Luis Borges se lo criticó mucho cuando calificó a la democracia como un "abuso de la estadística". Sin embargo, en este caso se le da la razón.
Lynch y Trump representan dos formas bastante distintas de ser estadounidenses, pero en cualquier caso lo son. Los europeos que admiran a uno y desprecian al otro también son igualmente europeos. Esta constatación es más importante de lo que parece a la hora de repetir errores perceptivos como los de 2016, cuando aquí se daba por hecho que Trump no podía ganar. Pues ya ven. Si observamos honestamente la evolución de la derecha populista en los últimos años constataremos que los europeos a los que les gustan las soluciones políticas primarias tipo Trump no coincide demasiado con la de los amantes de referentes culturales complejos que van más allá del entretenimiento, tipo Lynch. Que a mí todo esto no me guste, sin embargo, no me faculta a afirmar que no existe, que no ocurre, o que es anecdótico.