Hace unos años parecía que la aspiración de Catalunya era convertirse en un país vinculado a la investigación y la innovación. La idea, decían, era ser una especie de Massachusetts europea. Y si bien es cierto que en su día se hicieron cosas bien en disciplinas más científicas, los investigadores catalanes que salen de las facultades de Filosofía y Letras se enfrentan a un terreno muy hostil o incluso impracticable. Ni el sistema educativo ni el cultural tienen previstos mecanismos o recursos suficientes que les permitan seguir desarrollándose, ya no digo con normalidad, sino mínimamente.
A pesar de que la organización social y el futuro de la humanidad dependen de nuestros relatos y de nuestra capacidad de análisis crítico, en las últimas décadas nos ha parecido que podíamos fiarlo todo al binomio imparable ciencia-tecnología. Dejando a un lado esta tendencia generalizada de las sociedades del Norte Global, prestamos atención un momento a nuestro destino cultural local. Últimamente, hablamos más que nunca de salvar la cultura catalana, pero la mayoría de investigadores y pensadores que han estudiado las singularidades de nuestra lengua, las creaciones de nuestras mentes más imaginativas, nuestros talantes artísticos o nuestras especificidades históricas no encuentran una salida adecuada. Pero no es sólo que no encuentren recompensa por la excelencia académica y los años de investigación, es que la mayoría de veces estos méritos los acaban penalizando.
Como las facultades de Filosofía y Letras adelgazan cada vez más, en estas desgraciadas facultades hay menos sitio que antes para los investigadores. También los hay que ni siquiera se plantean quedarse, porque la extrema precariedad económica de los años de profesor asociado es a menudo incompatible con un buen puñado de circunstancias vitales (como, por ejemplo, tener hijos). Muchos de estos pensadores, pues, acabarán en secundaria, lo que debería ser una buena noticia para el sistema educativo. El problema es que el sistema no ha previsto un recorrido dentro de secundaria para esa gente brillante e hiperformada que ya no tiene cabida en la universidad. Hemos alabado hasta la caricatura el sistema educativo en Finlandia, pero una de las principales características de su sistema es que los programas de formación de profesorado son selectivos y rigurosos.
Por el contrario, en Cataluña se puede dar el caso de que a pesar de haber tenido uno de los mejores expedientes académicos del estado, tener un doctorado, haber enseñado en universidades extranjeras o tener publicaciones acabes directamente en la cola del interinaje o el funcionariado. Porque el sistema de puntuación que se aplica para adjudicar plazas favorece sobre todo haber pasado muchos años en la enseñanza. Y, alerta, que no querría que se me malinterpretara, no se trata de que nos volvamos elitistas, debemos tener docentes con todos los tipos de habilidades y bagajes posibles y es justo premiar los años de servicio en el cuerpo docente y los cursos de formación continuada. Pero los baremos están muy desequilibrados y quizá deberían recalibrarse: no podemos penalizar a quienes hacen otro camino que también es muy necesario para nuestra salud social y nuestra supervivencia cultural. Necesitamos a estos expertos en nuestras idiosincrasias (y también en el resto de disciplinas, claro). Es bueno para el alumnado de secundaria que un porcentaje de los docentes tenga formación doctoral. Es más, ¿los institutos no deberían tener un mínimo de espíritu de centro de investigación?
Siempre ha habido docentes en secundaria que han sido escritores o pensadores, pero, como ocurre en todas partes, "la servidumbre de los protocolos" de nuestros días —que dice Ingrid Guardiola— provoca que el espacio mental para pensar se reduzca de manera progresiva y drástica. La siempre creciente burocracia, los cambios curriculares, el hecho de que ahora a menudo no haya libro y se tengan que crear materiales (sin haber aliviado la carga lectiva) o la inestabilidad propia del docente sin plaza, entre otros obstáculos, hacen que a los docentes investigadores se les elijan los años entre las manos sin poder investigarlo, ni asistir a actos. Si la sociedad invierte tanto dinero para que estas personas se doctoren y estudien o enseñen en el extranjero, ¿no sería lógico que hubiera un interés para que sus aprendizajes tuvieran el mayor impacto social posible? ¿No sería deseable que su búsqueda pudiera tener una cierta continuidad?
Todos recordamos a maestros de secundaria que nos marcaron. La mayoría de las veces eran maestros apasionados con su disciplina, que contagiaban el hambre de saber más y el rigor en el proceso de aprendizaje. En mi caso, ese maestro fue Gregorio Luri (Goyo, le decíamos en clase), un filósofo que después deslumbraría también a mucha gente fuera de las aulas. Ahora quizás lo tendría más complicado para compaginar la enseñanza con el oficio de pensar.
Como hace tiempo que estamos en la era del antiintelectualismo, vuelvo a curarme en salud: haber hecho mucha investigación, claro, no se traduce en ser buen docente. Para nuestra suerte, de docentes excelentes sin doctorados, el sistema educativo está lleno. Pero ésta no es la cuestión que trato aquí. La cuestión es: ¿podemos permitirnos el lujo de menospreciar a los especialistas en nuestra cultura? Y sobre todo: ¿ahora que el alumnado empieza a fiar demasiados procesos mentales a los modelos de lenguaje no es cuando más necesitamos los que se han formado, exhaustivamente, en el arte de pensar?