La máquina de detectar traidores

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El expresidente Carles Puigdemont y candidato de Junts, Carles Puigdemont, en la rueda de prensa de este lunes, al día siguiente de las elecciones.

Estupor y temblores, como decía san Agustín. El independentismo contempla ahora, con un cóctel de emociones absolutamente negativas, como ha perdido, del 2017 hasta este domingo, más de un millón de votos, y cómo ha dejado de sumar mayoría en el Parlament en beneficio del españolismo. Viendo las reacciones, muchos pensaban que esto no podía suceder.

Pero ha sucedido. El independentismo (lea los partidos, pero no sólo los partidos: también buena parte del entorno, de los opinadores, de las redes sociales) han querido ventilar la frustración de octubre de 2017, y de todo lo que vino después, refugiándose en relatos según los cuales todo es culpa de los demás. Victimismo, que es la otra cara de la prepotencia, y necesidad de buscar culpables y chivos expiatorios a los que cargar el muerto de estar como estaba.

¿Y cómo se estaba? La reacción del Estado al referéndum fue literalmente brutal, en gran medida ilegítima y, en bastantes casos, incluso ilegal. Era el precio que el Estado estaba dispuesto a pagar por protegerse, como había anunciado Rubalcaba. Había acoso judicial, encarcelados, exiliados. Pero el independentismo mantenía la mayoría absoluta en el Parlament, tenía la Generalitat y un importante apoyo social e institucional. Tenía poder; limitado, pero poder. No hizo nada, porque estaba (todo el independentismo) demasiado empeñado en su máquina de identificar traidores, butifleres, tibios, ingenuos, vendidos, caragirados, liristas, criptoespañolistas, traidores que aún no lo eran pero ya se les veía a venir y otros especímenes que supuestamente habían hecho imposible la independencia. En lo único que a menudo han estado de acuerdo dos independentistas era que el enemigo no estaba fuera, sino siempre al lado, o dentro. A continuación, los dos que coincidían en este diagnóstico se acusaban el uno al otro de alta traición.

Cuando un movimiento que quiere ser transformador, que propone un cambio importante de la realidad, se comporta así, lo único que hace es mostrar una gran inseguridad. La conversación, la discusión, dentro del independentismo, se volvió progresivamente agria, y cada vez menos interesante. Poco a poco, pero rápidamente, el independentismo ha pasado de hacer ilusión a dar pereza.

Uno de los errores más graves ha sido encerrarse a posibles interlocutores que podían no ser independentistas pero que tampoco tenían por qué ser contrarios. Los primeros de todos, los Comuns, a los que ahora incluso Puigdemont invoca. Demasiado tarde: desde el independentismo no se ha perdido ocasión de insultar ese espacio y de tildarlos de ser la peor versión del españolismo, peor aunque Vox incluso. Éste también era un discurso perdedor. Si se pretende cambiar profundamente la realidad, necesitas que te acompañen tantos como seas capaz de atraer a tu causa. El independentismo catalán debería empezar por admitir errores como éste y empezar una nueva etapa. Pero no parece que los disparos vayan por ahí.

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