Nunca habíamos tenido tanta información al alcance, tantos datos para entender el mundo y tantas herramientas para contrastarla. Y, sin embargo, nunca había sido tan fácil perderse entre noticias falsas, titulares tendenciosos y medias verdades. Esa misma contradicción se ha instalado también en el debate público: nunca se había producido y utilizado tanta evidencia para orientar las políticas y, al mismo tiempo, nunca los políticos habían sido tan polarizados y tan poco dispuestos a escuchar lo que dicen los datos.
A lo largo de la última década, la ciencia ha ido entrando con mayor fuerza en el diseño y la evaluación de las políticas públicas. Instituciones como Ivalía en Cataluña o el Airef en el Estado han contribuido a normalizar la idea de que es necesario medir el impacto que cada euro público tiene sobre el bienestar de la ciudadanía. Administraciones e instituciones poco a poco van incorporando indicadores, modelos y mecanismos de evaluación en ámbitos en los que apenas se hacían números, como es el caso de las políticas educativas o los programas de lucha contra la pobreza infantil. Es un cambio lento pero profundo, que ha profesionalizado la forma de tomar decisiones y ha hecho más transparente qué funciona y qué no.
Sin embargo, todo este progreso técnico ha convivido con un debate político que a menudo se ha movido en dirección contraria. En un mismo espacio público pueden circular informes rigurosos y, al mismo tiempo, afirmaciones sin fundamento alguno. Lo vemos en cuestiones tan globales como el cambio climático, donde consensos científicos ampliamente establecidos siguen siendo objeto de duda, o en declaraciones sorprendentes –como las del presidente de Estados Unidos sugiriendo una relación entre el paracetamol y el autismo- que obtienen más atención que mucha evidencia contrastada. Es un debate que tiende a simplificar lo que requiere matices y que a menudo premia el lema viral por encima del resultado verificable.
Hace diez años, con la voluntad de acercar la ciencia a las decisiones públicas, cuatro investigadoras fundamos KSNET. Queríamos hacer dialogar los datos con las necesidades de la ciudadanía y llevar más rigor a ámbitos guiados a menudo por intuiciones. Con el tiempo, este impulso nos ha permitido ver cómo las políticas mejoran la vida de las personas cuando se diseñan y evalúan con evidencia. Y para celebrar esta primera década hemos revisado todo lo aprendido. El resultado es un libro –Diez políticas para una década– que recoge diez políticas públicas que han marcado la década, con contribuciones de personas expertas en ámbitos como la vivienda, el empleo, la educación, la salud o el cambio climático. En el acto de presentación, la consejera Martínez Bravo dio la clave para que esta dinámica de análisis científico de las políticas se consolide en nuestro país: cambiar el marco de pensar en la evaluación como un elemento de fiscalización y dirigirlo a la crítica constructiva. La evaluación no debe verse como un examen a aquella persona que pone en marcha una iniciativa, sino como una herramienta para aprender y hacer mejor las cosas. Para que la ciencia se imponga al ruido mediático es necesario juzgar más las políticas públicas, y menos quien las impulsa.