Menospreciar a las fans: un gran error

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Un grupo de fans espera para entrar en un concierto en el Palau Sant Jordi el año pasado.

Internet es como un videojuego de mundo abierto (es decir, en el que no hay caminos trazados) lleno de mapas superpuestos al estilo del nuevo The legend of Zelda. Tears of the kingdom: de repente bajas por un pozo y se abre un nivel intermedio insospechado sin registro. Es difícil prestar atención a la mayoría de conversaciones y grupos que comparten vida en las redes, sobre todo porque creemos que nuestra pequeña burbuja digital representa la realidad del resto de usuarios. Y el caso es que este mes de julio no todo ha sido campaña y elecciones, sino que también hemos asistido a otros grandes fenómenos que arrastran a miles de adeptos o, más bien, fans.

El 5 de julio, por ejemplo, se abría la preventa de entradas de la gira europea Eras Tour de Taylor Swift y la fiebre de las fans para conseguir códigos de compra irradiaba en todas las redes. Hacía ya más de diez años que la americana que genera más emisiones de CO₂ con su jet privado no visitaba España. Las swifties no han tenido otro remedio que comprar entradas para ciudades que no estaban necesariamente en su país para asegurarse un lugar. Esta es la muestra más paradigmática sobre el efecto de la especulación con el precio de las entradas —a través de la compra masiva por parte de empresas para su reventa—, que solo nos lleva a la guarida del aceleracionismo: al modelo de viajar un fin de semana a Viena para ver un concierto y poco más. No quisiera enemistarme con las fans de Taylor Swift, más bien todo lo contrario. Desde hace unos años, todo lo que gusta a las mujeres y las adolescentes es más susceptible que nunca de ser mercantilizado, de estirar el producto y la fascinación que genera para sacarle el máximo rendimiento —al mismo tiempo que se infantiliza a las fans y se las tacha de histéricas o locas por hacer cola en el Estadi Olímpic durante días para ver a Harry Styles—. Lidiando en medio del neoliberalismo, nos parece casi imposible escapar de las lógicas capitalistas que lo fagocitan absolutamente todo. Pero la cara consumista no es la única del fenómeno fan; de hecho, es la menos interesante.

Más allá de los estrenos de las películas Barbie y Oppenheimer, hay otro fenómeno que arrastra cientos de comentarios cada día: los ineffable husbands. "Maridos inefables" es el nombre que el fandom (una comunidad de fans articulada en diferentes espacios de internet) de la serie Good omens ha dado a sus protagonistas a partir de una broma interna de la serie. Un ángel y un demonio que intentan detener el Harmagedon y evitar el fin del mundo. La primera temporada tuvo un éxito desmedido entre un público que enloquecía con las miradas, las sonrisas y las conversaciones de los dos personajes principales, interpretados por David Tennant y Michael Sheen. Todas sus escenas eran leídas en clave romántica, y se buscaba el suspiro triste de los enamorados. Y, con el estreno de la segunda temporada, hace semanas que las capturas de pantalla y los fanarts (las ilustraciones relacionadas) proliferan por todas partes. El caso de Good omens es paralelo a Our flag means death, series que triunfan entre el público por su capacidad de catalizar la diversidad y el amor libre y que son celebradas, revisionadas y compartidas sin fin en plataformas como Tumblr, Reddit o TikTok. La página de fanfiction Archives Of Our Own ya acumula más de 55.000 entradas relacionadas con Good omens, y no es, ni de lejos, uno de los fenómenos más sonados.

Aparte de la broma interna en la serie mencionada, la inefabilidad es un término fructífero para pensar tanto la experiencia de ser fan como las comunidades de fans, ya que crean un espacio que escapa a la normalidad, un lugar de expresión para compartir, debatir, enfadarse y equivocarse pero, sobre todo, para construir en común. Abren una brecha en la normatividad imperante para hacer aparecer lo que no se esperaba y que, hasta entonces, no teníamos palabras que expresar. Para entenderlo podemos remitirnos, entre otros, a la idea del glitch, el error en el sistema del que habla Legacy Russell en Feminismo glitch (Holobionte Ediciones, 2022). El glitch es la fisura desde donde es posible transgredir el orden e inaugurar nuevas formas de ser y transformarnos; es una palabra de acción que nos permite ver el imaginario digital como oportunidad. Por más energía caótica que puedan contener las comunidades de fans, es innegable su capacidad de generar y extender discurso, pero también su poder de incidir en el mundo: pensemos, si no, en la acción de las fans del grupo sur -coreano de K-pop BTS contra la reacción racista del #WhiteLivesMatter tras el asesinato de George Floyd, o en cómo dejaron un acto de campaña de Donald Trump vacío a través de la reserva masiva de su aforo.

Quizás estamos sobreanalizando Barbie, que es más bien un producto cultural diseñado para realizar un lavado de cara a una empresa concreta, y, en cambio, no estamos dedicando esfuerzos suficientes a entender qué mueve colectivamente a la gente. Quizá deberíamos dejar de menospreciar a las fans y atender todo lo que les preocupa y les interesa, conocer los submundos que no aparecen en nuestros mapas de internet y dejarnos sacudir por su entusiasmo de vez en cuando.

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