Los competidores en la prueba de biatló masculino durante los Juegos  de Invierno de Pekín.
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Las dudas ya hacía tiempos que se acumulaban. A algunos –un servidor, por ejemplo– nos ha parecido siempre mal la digamos filosofía según la cual las ciudades y los países tienen que avanzar en su desarrollo, y mejorar sus infraestructuras, a golpe de grandes acontecimientos efímeros que exciten las energías colectivas, igual que la zanahoria que, colgada dos palmos por delante la boca del burro, espolea al animal a andar más deprisa. Es una fórmula quizás justificable en 1888 y en 1929, ya discutible en 1992, humillante de cara al 2030. ¿Hacen falta unos Juegos Olímpicos para que el Estado ponga fin al escandaloso déficit inversor en Catalunya? ¿Son necesarios para que la línea ferroviaria Barcelona-Puigcerdà abandone los siglos XIX-XX y logre frecuencias y velocidades propias de la tercera década del siglo XXI?

Después, está la cuestión del cambio climático. Es obvio que, a lo largo de los próximos años, tanto la realidad del calentamiento global como la preocupación social y política que desvela irán en aumento. En estas condiciones, no habrá que ser Greta Thunberg para ver la idea de unos Juegos de Invierno “mediterráneos” como una insensatez provocadora, como un proyecto del todo a contracorriente. Habiendo, además, alternativas situadas en latitudes mucho más propicias (Vancouver, Sapporo...), ¿qué posibilidades hay de que el Comité Olímpico Internacional se decante por Catalunya? Me parece que muy pocas.

El proyecto, por otro lado, resulta profundamente divisivo desde el punto de vista social y territorial, y no sé si lo que necesita hoy este país son más grietas. El unionismo está a favor solo por táctica, con la esperanza, si la operación fracasa, de poder culpar al independentismo gobernante; y este se encuentra mitad camino entre el afán de desmentir aquella cultura del no que se le imputa y el temor a herir intereses y/o sentimientos en unas comarcas donde el trío PP-Vox-Cs tiene pocos adeptos. En la Catalunya metropolitana muchos creen –o fingen creer– que unos Juegos de Invierno serían un remake de la mitificada Barcelona 92.

Como acabamos de ver en Pekín, unos Juegos –estivales o invernales– son siempre una operación de estado. Y sería de un candor angélico imaginar que, en el contexto creado por el Procés, Madrid pueda permitir que unos hipotéticos Juegos pirenaicos en 2030 sean una plataforma de proyección mundial de la identidad catalana, de su carácter nacional, etcétera. Al contrario: lo haría todo, con la bolsa del dinero en una mano y el Comité Olímpico Español en la otra, para convertir la cumbre deportiva en un instrumento de españolización. Si en 1992 la pugna en este terreno ya fue enconada (a pesar de que entonces no éramos tan sospechosos de sedición), en 2030 no dejarían pasar ni una. Y, con franqueza, pienso que no vale la pena librar esta batalla.

Hay que contemplar también, por supuesto, el factor Javier Lambán. Al presidente de Aragón la cita olímpica le es bastante indiferente. Aquello que le preocupa de verdad son las elecciones autonómicas del año que viene y, en un horizonte más lejano, las del 2027. Para ganarlas, seguirá puliendo lo que ha sido la clave de vuelta de su mandato desde el 2015: el discurso victimista, agravado y justiciero en relación a Catalunya. Y, si Sijena y el arte de la Franja se le van agotando como temas, el proyecto de los Juegos le brinda munición inexhaurible para cultivar la estrategia de la provocación y hacerse valer ante sus votantes: la candidatura tiene que ser fifty-fifty, Aragón solo lo haría mucho mejor, etcétera.  

Así pues, motivos para la reticencia o el rechazo ante la precandidatura Barcelona-Pirineo había muchos. Pero, por lleno que esté el vaso, siempre hay una gota que lo hace derramar, y esta cayó el lunes 7 de febrero, cuando el presidente Lambán recibió en Zaragoza a una delegación del grupo unionista que se hace llamar Societat Civil Catalana (Òmnium, el Barça o la Federació de Colles Sardanistes deben de ser “sociedad militar”...). 

Me apresuro a recordar que SCC tiene una gran pericia sobre el mundo de los deportes de invierno. En febrero-marzo de 2020, en represalia por los cortes de tránsito en la Meridiana, Sánchez Costa y los suyos bloquearon un viernes el acceso a los túneles de Vallvidrera para impedir que los indepes, todos con segunda residencia en la Cerdanya, subieran a esquiar. Justo después llegaron la pandemia y el confinamiento, y aquella brillantísima idea que habría podido cambiar el curso de la historia quedó frustrada... ¡Qué lástima! 

El caso es que, investidos de aquella breve experiencia de antiesquí en la Vía Augusta y de la representación de la “Cataluña constitucional”, los directivos de SCC fueron a confortar el anticatalanismo del líder aragonés y a pedirle que se mantenga firme ante la “prepotencia” de la Generalitat.

Y, claro, todo tiene un límite. Desafiar el cambio climático, convencer al COI y el COE, amansar a la CUP, torear a Lambán, vigilar que Pedro Sánchez no quiera convertir el proyecto en la Olimpiada del Reencuentro..., todo esto pase. Ahora, ¿aguantar encima las sandeces de Societat Civil? Vale más dejarlo correr.

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