El otro día estuve caminando en paralelo por la calle con una pareja que paseaba con su hijo en un cochecito. A la altura de los ojos de la criatura, donde antes estaba aquella barra con bolas de colores que giraban para que los niños se entretuviera, le habían puesto un soporte que aguantaba un teléfono móvil. En la pantalla se veían dibujos animados, y la criatura de meses no despegaba los ojos, abstraída como estaba en completo silencio y absoluta concentración, aunque, por la edad, no debió de entender nada.
Un móvil en un cochecito. Me pareció un error total: justamente yendo de paseo pasan mil cosas por delante de los ojos, y el mero hecho de que los padres las vayan nombrando y las vayan compartiendo con la criatura puede ser una lección muy festiva y distraída.
Pensé en la escuela y los maestros. Y en el Gobierno y la oposición que, acertadamente, han decidido dar, al menos, una imagen de unidad a la hora de asumir los resultados del informe PISA en Catalunya. Porque en las aulas pueden hacer mucho, pero milagros seguro que no. Si un niño llega a la escuela con la atención y la percepción de la realidad malacostumbradas en la pantalla, tendrá menos costumbre de interactuar y de hablar con la gente, irá corto de vocabulario y de motivación, y costará mucho situarlo lo listo para el razonamiento.
De escenas como esta de la calle se ven en los restaurantes y por todo. Damos el móvil o la tableta a la criatura con la excusa de que no se aburra cuando, en realidad, lo que queremos es que no nos moleste. Como si saber estar en una conversación de adultos y oírles hablar un rato no fuera una forma de educarlos. Ya pueden reunirse los padres de la patria y los especialistas, que si la sociedad no pone por su parte, la escuela será menos eficaz.