Los móviles y... los adultos
Hace tiempo que leo con atención los informes, estadísticas y reflexiones que hacen referencia al uso que hacemos de los móviles, a las horas que pasamos delante de las pantallas, al impacto de la tecnología en casi todas las facetas de la nuestra vida. Durante la pandemia, las pantallas se volvieron imprescindibles. Gracias a ellas, nos sentimos más cerca de las personas que teníamos lejos. También pudimos seguir trabajando o estudiando, aunque fuera con una normalidad muy relativa, y llenamos los ratos ociosos con series, películas o juegos.
Sin embargo, el confinamiento también tuvo consecuencias significativas en el desarrollo emocional, social y académico de los niños y adolescentes, que la pandemia reunió en edades muy tiernas y vulnerables. La imposibilidad de relacionarse presencialmente con las personas de su edad fue demoledora a muchos niveles, y las redes sociales, que podrían haber hecho la función de refugio seguro, a menudo retroalimentaron una espiral tóxica basada en la comparación con los demás: incluso en el marco de una desgracia compartida, siempre hay personas que tienen más elementos a favor y muchos seguidores frente a los que exhibirlos. Los mecanismos de equiparación a través de las redes sociales no son exclusivos de los más jóvenes, pero los adolescentes son especialmente susceptibles a su influencia. Alguien podría haber pensado que en la pospandemia, dejando atrás este panorama, tanto los jóvenes como los adultos aburrirían el abuso de las pantallas y reivindicarían con un entusiasmo renovado las interacciones analógicas. Sin embargo, los datos ponen de manifiesto que la realidad es muy diferente: los adultos dedicamos muchas horas al móvil, pero los adolescentes pasan un tercio del día entre pantallas, ahora que las escuelas y los institutos también las han incorporado a las aulas. No es extraño, pues, que se hayan puesto en marcha iniciativas que velan por proteger a los más jóvenes de una exposición prematura en los móviles.
No soy madre, pero sentí mucha empatía al leer las dudas y conflictos que Laura Rosel exponía recientemente en estas páginas. Sobre todo, compadezco a los padres y madres que deben decidir si prohíben el uso del móvil a los hijos cuando, ahora mismo, casi todas las acciones diarias giran en torno a este aparato. La carta del restaurante, la tarjeta de crédito, los billetes de avión, los correos electrónicos, los whatsapps, los diarios, la cuenta bancaria, las redes sociales: los adultos lo tenemos todo en el móvil, y los menores se dan cuenta. Algunos expertos apuntan que prohibir el móvil o asociarlo a un placer inaccesible puede provocar una reacción contraproducente: al igual que muchos adolescentes consumen alcohol o fuman a escondidas y sin control porque saben que no deben hacerlo, el móvil podría adquirir esa aureola de prohibición tan tentadora. La alternativa es introducir el móvil de forma prudente y dosificada, pero la pregunta también está servida: cómo podremos enseñar prudencia y moderación en el uso del móvil si ni siquiera nosotros, los adultos, conscientes de nuestro propio abuso, somos capaces de poner freno?