Musk, las redes sociales y la violencia simbólica

El control siempre ha existido en las sociedades humanas. Desde que aparece una jerarquía, los de arriba controlan a los de abajo para asegurarse su obediencia y para disciplinarlos, si es necesario. Hasta la Edad Moderna, el poder religioso y el poder político se repartieron el control. Las diferentes confesiones inculcaban unos valores y creencias, es decir, aspiraban a controlar los espíritus de las personas. En cambio, el rey o el señor feudal tenían sobre todo interés en controlar sus cuerpos: querían soldados para la guerra y campesinos para la tierra, y les era relativamente indiferente qué pensaban los súbditos, mientras no se sublevaran.

A partir de la Revolución Francesa, el estado decide asumir tanto el control de los cuerpos como el de los espíritus. Y lo hace avalado por pensadores como Hobbes, Spinoza y Rousseau, quienes defienden que la religión debe estar sometida a la autoridad del estado. Para formar a ciudadanos que puedan participar en la vida política y que sean productivos, el estado desarrolla un sistema público de enseñanza, en competición abierta con la Iglesia. En 1970, los sociólogos Bourdieu y Passeron introdujeron el concepto de violencia simbólica para designar la imposición arbitraria de unos contenidos culturales llevada a cabo por el sistema de enseñanza. Por ejemplo, la escuela hace violencia simbólica a los alumnos cuando les impone una lengua (que quizás les es foránea), una cierta visión de los hechos históricos, una cierta selección literaria o ciertos gustos musicales.

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Pero las religiones y estados no son los únicos interesados en controlar cuerpos y espíritus. Varias instituciones y el propio capitalismo también lo quieren. En los años 70, Foucault convirtió el estudio de la vigilancia, el control y la disciplina en un tema filosófico, sobre todo centrándose en el control de los cuerpos en un espacio físico (cárceles, hospitales, o fábricas). Años más tarde, Deleuze se dio cuenta de que, a medida que el capitalismo se convertía en menos industrial, no se conformaba con el control de los cuerpos típico de la fábrica fordista, sino que aspiraba a controlar los espíritus de toda la sociedad mediante el marketing.

Las redes sociales no hacen más que tomar el relevo de las religiones, de los estados y del marketing tradicional en el ejercicio de la violencia simbólica. Y lo hacen con algunas novedades. En primer lugar, si una religión o un estado imponen cierta doctrina más o menos coherente y sistemática, el arbitrario cultural impuesto por las redes no tiene una única fuente, sino que proviene de una constelación de influenciadores y publicidad dirigida. Cuando comienza, un influenciador suele expresar su punto de vista personal; más tarde, cuando gana notoriedad y es contratado por las marcas, pasa a modular sus consejos y opiniones según lo que espera quien lo contrata. Por lo que respecta a la publicidad dirigida, impone directamente el arbitrario elegido por las marcas.

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En segundo lugar, si la religión o el estado tienen el poder de decidir lo que imponen, no está claro quién tiene el poder en el caso de las redes sociales. No es cierto que un influenciador pueda imponer lo que le apetezca. Por un lado, deberá ceñirse a lo que quieren las marcas que lo patrocinan, y por otro a lo que quieren sus seguidores. Además, un influenciador que sirva los intereses de las marcas de modo demasiado evidente perderá seguidores, y acabará siendo abandonado por las propias marcas. Ni siquiera el propietario de una red social tiene el poder de imponer lo que quiere. Si la reciente entrevista de Elon Musk a Trump en X ha tenido tanto impacto es porque ambos personajes son atractivos para muchos seguidores; el hecho de que Musk sea el dueño de X no explica el impacto de la entrevista. Ciertamente, el propietario puede implantar mecanismos de censura, pero son los seguidores quienes deciden autoimponerse el arbitrario simbólico de los influenciadores que publican en la red.

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En tercer lugar, si religiones y estados reivindican una legitimidad moral para ejercer la violencia simbólica (Dios en el caso de las religiones y varios filósofos en el caso de los estados), las redes no reivindican ninguna. Cuando imponen arbitrarios culturales (estéticos, políticos, artísticos, de estilo de vida, etc.) a los usuarios, lo hacen simplemente movidas por intereses comerciales. Se trata de dar a los usuarios lo que les mantendrá más rato enganchados a la plataforma, lo que permitirá hacerles ver más y más publicidad directa o indirecta.

El carácter ciego de la violencia simbólica de las redes sociales es ciertamente preocupante. Mientras que una religión o un estado tiene un proyecto para su comunidad, quizá discutible, pero al fin y al cabo coherente y conocido, las redes solo tienen proyecto para sus accionistas. De la misma forma que los estados han creado impuestos sobre el tabaco y el alcohol para financiar los gastos médicos que causan, seguramente también deberían cobrar impuestos a las redes sociales dado el impacto que tienen sobre la salud mental de la población. Yendo más allá, podrían actualizarse los argumentos de Hobbes, Spinoza y Rousseau en favor de la primacía del estado sobre la Iglesia para defender la primacía del estado sobre las redes sociales y las grandes empresas de internet.