Estamos en el extranjero. Si a un natural de Mérida le preguntan por su nacionalidad, contestará: “Español”. Si es natural de Girona, es muy probable que conteste: “Catalán”. Recorriendo países como Suiza, Austria o Noruega es fácil ver, en el jardín de una casa, un asta con la bandera nacional. Tambien es frecuente ver la senyera en Catalunya; en el resto de España la rojigualda suele verse solo en estancos y cuarteles. Els Segadors se canta en muchos actos populares. Al himno nacional español solo recientemente le pusieron letra; nadie lo canta. Un observador venido de otro planeta podría deducir que Catalunya es una nación y España no.
Pero no hace falta ir a Marte para escuchar la misma opinión. El historiador Henry Kamen, poco sospechoso de independentismo, toma nota del fracaso de los gobiernos de España en sus intentos por construir una identidad como nación. El resultado es que para muchos la casa, el pueblo, la provincia y el Reino siguen siendo las comunidades naturales. Como dijo en una ocasión Pasqual Maragall, “Catalunya es una realidad, España un proyecto”.
Eso es así si consideramos la nación como el elemento básico de la construcción de un país, pero la cosa cambia si hablamos de estados. Por una parte, el término “nación”, nos dicen los entendidos, no tiene eficacia jurídica. Parece incluso difícil ponerse de acuerdo sobre una definición precisa del concepto, lo que no quiere decir que la nación no exista: como hemos visto más arriba, se la reconoce cuando se la ve. Por otra, en cambio, un estado es un ente identificable: se le define por unas fronteras, leyes fundamentales, instituciones que las redactan y otras que las aplican, ejército que lo defiende, y por su pertenencia al club de los demás estados. No cabe duda de que España es un estado, y Catalunya no. Nos encontramos así con una nación sin estado que forma parte de un estado sin nación.
Si calificamos esa situación de anómala, habrá que admitir que la anomalía viene más del lado español que del catalán: el proceso de reunir y cultivar los elementos propios de una nación moderna -la industrialización, la sociedad burguesa, la historia romántica, la cultura y la lengua- fue algo natural, no fruto de una imposición externa; Catalunya siguió el camino emprendido por otros países europeos que constituyeron las naciones-estado en el siglo XIX. Por el contrario, Kamen observa cómo, en el caso del resto de España, y en particular de sus sucesivos gobiernos centrales, hubo escaso interés en consolidar una identidad nacional para todos los españoles. La vieja trilogía “zarzuela, toros y flamenco”, tópicos que, más que señales de identidad, debieran ser parte de nuestra leyenda negra, y que ocupan un lugar de preferencia en el imaginario europeo, es ajena a casi toda España. Los intentos por “españolizar”, desde las Cortes de Cádiz a operaciones comerciales como la reciente campaña de la “Marca España”, lejos de unir, han tendido a dividir a los españoles.
Esa anomalía no tiene por qué ser eterna. Los hechos se han encargado de irla reduciendo, porque la disparidad entre las regiones de España se ha ido reduciendo, y se han ido acercando unas a otras: ni Catalunya es Lombardía, ni Extremadura Sicilia. Y también porque el estado de las autonomías, a la vez que ha favorecido el desarrollo económico de las regiones menos adelantadas, les ha ido concediendo un margen considerable de poder político: la España de hoy se parece mucho a un estado federal, y Catalunya a uno de sus estados.
Pero nadie parece estar satisfecho con la situación. Para remediarlo, el profesor Joseph H.H. Weiler, en un magnífico artículo, “¿Quién teme a una nación de naciones?” (2019), propone modificar el Artículo 1 de la Constitución para reconocer que España es “una monarquía parlamentaria y un Estado indivisible […] compuesto por una nación de naciones”. Weiler reconoce que la propuesta no gustará a nadie: los catalanes rechazarán la nación de naciones, los que se llaman a sí mismos constitucionalistas recelarán de la nación de naciones. Sin embargo, la propuesta presenta, para Catalunya en su conjunto, una gran ventaja: permite seguir considerándola una nación, mientras que la ruta de la independencia hará aflorar la realidad de que una parte demasiado grande de su población admitirá ser parte de una nación de naciones, pero no de un estado separado del resto de España. Es este un hecho, que hace parecer la propuesta de Weiler como algo menos utópica.