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Fin del Ramadán
26/02/2025
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La próxima semana comienza el Ramadán, el mes que en el islam los creyentes deben ayunar durante el día absteniéndose de ingerir alimentos, beber, fumar y tener relaciones sexuales. Este pilar fundamental supone un trasiego de la vida cotidiana: debes levantarte antes que del amanecer desayuno ya menudo vas a dormir tarde porque habiendo almuerzo con la puesta de sol la cena a la fuerza debe ser más tarde. El apetito pasado durante el día lleva a preparar y comer copiosamente, también para compensar el déficit calórico de la jornada. Es el mes en el que más comen los musulmanes, de hecho, y el gasto de las familias en alimentación puede llegar a aumentar entre un 50% y un 100%. O sea que como operación bikini no sirve.

Los adultos que llevan a cabo esta práctica tienen recursos psicológicos que les pueden ayudar a superar las largas jornadas de ayuno, aunque yo le desaconsejo que interactúe con según qué individuos cuando se va acercando la hora de romperlo, aún más si se trata de un fumador. Los ánimos dentro de las casas las tardes de Ramadán están siempre a flor de piel y cualquier nimiedad puede desencadenar peleas y conflictos. Pero la mayoría de adultos soportan el ayuno sin que tenga efectos ni en su comportamiento ni en su productividad porque la motivación religiosa puede llegar a ser una especie de poder sobrenatural en lo que se refiere a las capacidades de resistencia del ser humano. Es lo único que les envidio a los creyentes: que puedan sacar fuerzas de las que no parece que haya sólo porque creen en un ser superior y, en una muestra de masoquismo sorprendente, se someten mansamente a su voluntad.

Otra cuestión muy distinta es la de los efectos que tiene en los niños esta práctica religiosa. Los hijos de familias musulmanas suelen querer iniciarse en este ritual por su carga emocional, familiar y simbólica. El Ramadán es una época diferente en la que la frontera entre ser grande y pequeño es la capacidad de ayunar. Y quienes quieren ser mayores enseguida intentan imitar a los adultos que quieren. Normalmente comienzan haciendo medio día, o un día en fin de semana para probar, pero cuando llega la pubertad el juego se acaba y ya no hay opción, hay que ayunar a toda costa. Aunque vayan a la escuela o al instituto y las exigencias de la vida académica sean incompatibles con pasar hambre y sed. Muchos maestros que tienen alumnos musulmanes observan la evidencia en las aulas: el nivel de atención de los niños desciende en picado y muchos entran en un estado de letargo. Quizás haya familias que no pedirían a los hijos adolescentes que cumplan con el Ramadán, pero la presión social del entorno a menudo hace que esta dispensa sea imposible. Y quien decide transgredir por su cuenta la norma debe hacerlo comiendo a escondidas (por ejemplo, en los lavabos de los institutos) y cargando con un enorme sentimiento de culpa. No debería ser así, las religiones deberían adaptarse a los entornos sociales en los que están y al siglo en que son practicadas. No es lo mismo ayunar en Arabia del s. VII y pasarte el día durmiendo en una tienda que tener que resolver ecuaciones de segundo grado en latitudes en las que hace frío. De hecho, los niños nunca deberían hacer el Ramadán porque están creciendo y este trasiego de las comidas y la deshidratación no es bueno para la salud. Deberían poder elegir una vez que tengan suficiente uso de razón si quieren o no quieren hacerlo. Y el islam es una religión que a lo largo de los siglos ha tenido capacidad de adaptación porque sus textos permiten lecturas e interpretaciones. El problema es que ahora la versión que se ha ido imponiendo aquí es la de los fundamentalistas, que se caracterizan por ser inflexibles e intransigentes y prefieren poner a los chicos y chicas en conflicto con la sociedad en la que viven que encontrar maneras de permitirles ser musulmanes donde están.

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