Dos mujeres se hacen fotos ante el cartel de entrada en  la sede de Facebook a Menlo Park, California
05/12/2025
Vicerrectora de compromiso social y sostenibilidad, UPF
3 min

En un estado, el español, con un déficit cercano al 3% del PIB y una deuda que rompe recuerdos, es relevante conocer que las pérdidas en impuestos derivadas de la elusión fiscal fueron de casi 30.000 millones de euros entre 2016 y 2021. Y sí, este periodo incluye cuando estábamos comprando mascarillas y miles de personas se acogían a ERTOs. Así pues, conocemos el importe total de las elusiones, pero no la identidad de las multinacionales responsables. ¿Por qué no lo sabemos? Por la presión política de estas mismas empresas, la connivencia de algunos políticos y el asentimiento de otros.

Hay que tenerlo claro: la elusión fiscal no es ilegal, pero genera malestar social. Consiste en aprovechar todo tipo de rendijas para reducir el importe de los impuestos a pagar. Sobre todo registrando ingresos en países con baja tributación, pero también haciendo presión para obtener –y aprovechar– todo tipo de deducciones, exenciones y subvenciones. La elusión fiscal funciona en base a atributos como la opacidad, la complejidad y la no cooperación. Es un tópico cierto que quienes tienen más poder son los que se aprovechan. El problema de estas prácticas es que rompen el pacto social y crean resentimiento entre quienes no tienen las mismas herramientas a su antes: las pequeñas y medianas empresas y los autónomos –ahora en plenas reclamaciones por una mejora de su situación–, que se sienten apretados por la burocracia y los impuestos.

La lucha contra la elusión fiscal hace tiempo que se trabaja en dos frentes: establecer el impuesto mínimo global de un 15% y mejorar la transparencia. Aunque ya avanzo que en el contexto actual de creciente desglobalización y proteccionismo no avanzarán con rapidez, veamos cómo están estas dos medidas.

Por un lado, el impuesto mínimo global, que impulsó la OCDE, pretende fijar un impuesto del 15% para las empresas con una facturación superior a 750 millones de euros al mayor número de países posible. Esta medida frenaría la carrera fiscal entre estados para ver quién es capaz de ofrecer impuestos más bajos. Una competencia que, por cierto, no suele salir bien a largo plazo. En este sentido, la Unión Europea ya hizo sus deberes en 2022, cuando aprobó una directiva que garantiza que las multinacionales paguen al menos el 15% en cada país donde operan. Los países miembros debían trasponerlo para que entrara en vigencia al cabo de un año –con algunas excepciones– y así dar tiempo a las empresas para adaptarse. Todos lo han hecho. Pero no todo acaba con el impuesto sobre los beneficios. En una escena de la maravillosa serie La diplomática aparece, de salpicadura, una conversación entre el primer ministro irlandés y una empresa tecnológica que dejará de beneficiarse de los impuestos bajos de ese país a raíz de este cambio. El político propone crear una subvención a medida para la actividad de esta empresa. Es ficción, pero conviene tenerlo en cuenta.

Por otra parte, lo que propone la Tax Justice Network es levantar el veto de los gobiernos a publicar el nombre de las empresas que utilizan estas prácticas. Su hipótesis es que, sólo con que los nombres fueran públicos, la práctica se reduciría. Según su estimación, España podría recaudar un 1,6% de su gasto en sanidad, que no es nada despreciable.

El país con una política más decidida en este sentido es Australia. A finales del pasado año aprobó una normativa que obliga a las multinacionales que operen a desglosar la información por países de impuestos, beneficios y número de trabajadores, lo que permite saber si el nivel de actividad en cada país está alineado, o no, con los impuestos pagados. Incluye informar de paraísos fiscales clásicos, como Suiza o Singapur, que hay que reconocer que han dado pequeños pasos hacia una implantación parcial del impuesto mínimo global.

Este aumento de la transparencia se hace con el convencimiento de que la medida devolverá millones de dinero público perdido. La premisa es que las empresas no quieren verse retratadas haciendo una praxis fiscal cuestionable (recordemos que no es ilegal y que, por tanto, no se podría perseguir). Se trata puramente de una cuestión de reputación e imagen. Y parece que sí, que la reputación es importante, porque multinacionales estadounidenses han pedido al presidente Donald Trump que presione al primer ministro australiano para que elimine esta normativa. Es curioso como algunas de las empresas afectadas, como Facebook o Apple, que tienen acceso a una cantidad ingente de nuestros datos, cuando se trata de que nos devuelvan el favor con sus datos, no les apetece tan bien.

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