Inmigración y estado del bienestar: ¿y los nativos?

Temporeros trabajando en un campo del Empordà durante la campaña de 2025 de Poma de Girona.
05/12/2025
2 min

El relato económico antiinmigración suele sustentarse en que la mayoría de los inmigrantes sólo encuentran trabajos mal pagados, lo que supone que acabarán recibiendo de "nuestro" estado del bienestar más de lo que habrán aportado. Son, por tanto, un mal negocio. Un argumento que sería económicamente inapelable si no fuera que en la misma situación se encuentra gran parte de la población trabajadora local. Si los inmigrantes tienen un coste neto para el erario público desde su llegada, esta parte de la población local lo tiene desde que nacen.

Entonces, ¿estaríamos mejor sin unos y otros? Deberíamos cerrar fábricas, granjas, comercios, bares, hoteles, oficinas, empresas constructoras y de servicios, residencias de ancianos... Y perderíamos todo lo que estos trabajadores producen y, por tanto, la contribución fiscal global a la que dan lugar, pagada por el trabajador y por el empresario con lo que gana cada uno: IRPF de uno y otro, IRPF de uno y otro allí donde se cumple la ley, superior a lo que recibirán del estado del bienestar los trabajadores de aquí y de allá.

La economía social de mercado pretende compensar, precisamente, estas dos realidades económicas mediante mecanismos de redistribución, que hacen para que aquellos que más se llevan del mercado –políticos, directivos, profesionales, propietarios y empresarios– también aporten fiscalmente más, y compensen el déficit de quienes menos se llevan del mercado, y sin los que los primeros no podrían llegar a producir y vender nada.

Independientemente de su origen, todo trabajador ocupado contribuye positivamente al mantenimiento del estado del bienestar, aunque sea indirectamente; y, obviamente, contribuye más cuanto más valiosa y mejor pagada sea su trabajo. La cuestión es cuántos inmigrados debemos atraer, y para qué trabajos, para poder mantener el estado del bienestar actual compensando la pérdida de población activa local y el aumento de pensionistas; y hacerlo, además, en un momento en el que la predisposición social a aumentar la redistribución va a la baja –¿¿acaso porque aumentan los receptores que no son "de los nuestros"?

Esto último es lo que evidencian los estudios –británicos, holandeses, daneses...– de lo que reciben y aportan los diferentes colectivos según origen: los foráneos tienen pocos miembros –o ninguna– entre quienes más se llevan del mercado; casi todos tienen trabajos mal pagados y, por tanto, aparecen globalmente como receptores limpios de los locales, como si éstos no fueran los que se aprovechan de ellos y como si entre ellos no los hubiere, de receptores limpios. Unos estudios lamentablemente tendenciosos.

Sin duda, la inmigración no puede ser infinita, ni puede ser la única solución a nuestros problemas de sostenibilidad del estado del bienestar, pero tampoco es su causa, y en todo caso supone un reto social y cultural no más difícil que –ni ajeno a– el reto que supone el envejecimiento social.

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