No saber hablar

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Un profesor impartiendo una clase en la universidad.

Hace unos días, el diario ARA publicaba un artículo en el que, a partir de las conclusiones de un estudio del Observatorio Social de la Fundación La Caixa, exponía que casi el 80% de los universitarios nunca han recibido clases de oratoria, lo que provoca en los estudiantes ansiedad, malestar y vergüenza cada vez que deben afrontarse a una exposición pública oa una defensa oral en el aula. Y me imagino que fuera el aula también. La profesora Elena Losada –de quien, permítanme la anécdota biográfica, fui alumno; todavía recuerdo sus clases apasionadas sobre Pessoa y Fonseca– escribió una respuesta titulada, en forma de pregunta, "¿Los jóvenes ya no saben hablar?", que me ha hecho pensar bastante.

En esta prenda, Losada sostiene que incrementar las clases de oratoria en las aulas no mejorará la situación que expone el estudio. Considera que la conversación convertida en arte social ya no se valora y que saber hablar bien ha perdido importancia en una sociedad en la que los jóvenes no se llaman, no se practican exámenes orales y las aulas masificadas impiden un contacto personal y directo con el alumnado : el problema es mayor de lo que parece y la solución no está en unas horas de docencia más. Estoy bastante de acuerdo. Sin embargo, me gustaría añadir algunos comentarios.

Ante todo, habría que ampliar la duda que formula Losada más allá de los jóvenes y preguntarnos, también, si los docentes saben, de hablar. La oratoria pierde importancia cuando la docencia se convierte en la lectura de un powerpoint eterno, torpe, y enseñar consiste en la repetición de un contenido fosilizado en una presentación visual o en unos apuntes que se reciclan desde hace años. Algo que, por otra parte, no sólo va en detrimento de valorar la importancia de la oralidad, la improvisación y la conversación en el arte de enseñar y aprender, sino que también petrifica el contenido, como si el saber fuera algo enlazado y estanco: hablemos y hablemos del asunto Dreyfus, en las clases de crítica de la cultura, como si nada hubiera pasado después de aquello. Imagina al profesor que lleva veinte años explicando todos los detalles del caso de la misma manera, como si el tiempo no hubiera mudado y no hubiera muchísimos acontecimientos posteriores que iluminan nuevos prismas de aquel asunto.

Al mismo tiempo, y la experiencia en la Facultad de Filología de la UB me lo demostró, cuando era alumno de literatura, una especie de obsesión enfermiza por parte del alumnado de mantener el formato de la clase magistral : dos horas de monólogo por parte de un profesor que transmite conocimiento unilateralmente. Los intentos de algunos docentes de buscar la bilateralidad, de fomentar presentaciones orales, de explorar un formato más cercano al del seminario, se vieron frustrados por parte de los alumnos, que exigían una transmisión de conocimiento tradicional. Cabe decir, claro, que la clase magistral todavía puede ser un formato útil, y que los hay excelentes, brillantes: Losada entusiasmada con Fonseca, por ejemplo, pero también aquellas clases de Robert Caner sobre Kafka, de Teresa Rosell sobre Ibsen, de Àlex Matas sobre Benjamin o de Joana Masó sobre Baudelaire. Con todo esto quiero decir: de la misma forma que no saber hablar no es sólo cosa de los jóvenes, el conservadurismo que no quiere cambiar los formatos de enseñanza no viene sólo de los decanatos antiguos y de los catedráticos acomodados. Vamos, que cambiar las cosas, las herencias, las tradiciones, es algo complicado.

Y hay otra cuestión que envuelve todo este asunto, una tendencia que he percibido en mi experiencia como docente en la Universidad de Barcelona, ​​primero como profesor asociado, más tarde como doctorando que impartía clases. Trata de hasta qué punto el sistema educativo –el universitario, pero intuyo que va mucho más allá de la universidad– exige al alumno una serie de conocimiento y aprendizajes que el propio sistema educativo no está dispuesto a ofrecer ni a enseñar . Pedimos que el alumno relacione conceptos, pero nosotros, los docentes, sólo vertemos dosis de información sin reflexión crítica; exigimos que vincule lo que enseñamos en el aula con cuestiones que la trascienden, pero en ningún momento le hemos hablado del mundo de fuera, porque el compromiso con el currículo cerrado e impermeable era más importante. En definitiva: se pide que el alumno muestre una humanidad –crítica, contemporánea, comprometida– desde una universidad alienada, anticuada y autorreferencial. Y el vínculo con la oralidad, aquí, es clave, porque temo que la única forma de superar ese abismo es a través de la conversación. Dialogante. Insistiendo en lo que queda fuera, más allá del aula. Recuperando la palabra viva.

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