Oltra y la cruel banalidad política

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La exvicepresidenta valenciana Mónica Oltra en el momento de su llegada a la Ciudad de la Justicia de Valencia.

El puritanismo, como el dogmatismo, es perverso. Camino directo hacia el mal en nombre del bien, abre un amplio espacio para que puedan beneficiarse de ellos los más descarados a la hora de sacrificar la verdad en favor del interés propio. Y si pueden vestir su falsa indignación de exigencia moral, entonces es ya extraordinario. El caso Oltra es un ejemplo redondo de la banalidad de cierta política.

Es evidente que si una persona con responsabilidades públicas ha tenido un comportamiento delictivo debe dimitir de sus funciones. Pero este principio, trasladado a la arena política, puede convertirse en una tremenda frivolidad al servicio de quienes viven del insulto, de la descalificación del adversario, de la destrucción del rival. Por el bien de las instituciones es necesario y moralmente exigible que se actúe contra la corrupción con el máximo rigor y diligencia, que es exactamente lo contrario de lo que suele hacerse. Al primer brote de acusaciones, los adversarios se lanzan a por todas, ya medida que la ola sube los compañeros se alejan y van dejando solo al señalado. El principio de inocencia no tiene recorrido. Muchas veces es lógico, porque las pruebas son abrumadoras, pero a menudo hay intereses maléficos –y complicidades mediáticas– que mueven las cosas: éste nos lo cargaremos. Y no paran hasta que la presión deja al señalado solo por completo.

La justicia no ha encontrado el más mínimo indicio de los hechos que se atribuían a Mónica Oltra (el encubrimiento de la actividad delictiva de su marido). El PP se volcó contra ella –obviamente sin prueba alguna– porque para hacer fracasar el Pacto del Botánico valía todo. Y en una pésima interpretación de la lucha anticorrupción, Compromís, el partido de Mònica Oltra, para dar imagen de rigor ante las conductas incorrectas, se desentendió, sin preocuparse de verificar la realidad de las acusaciones. Simplemente para salvar la imagen del colectivo, convirtiéndose así en colaborador de la ignominia.

No es así que se dignifica la política. No es convirtiendo en culpable a una persona sin saber si lo es o no que se avanza en la lucha contra la corrupción. Los partidos están más pendientes de evitar cualquier contaminación que combatirla. No importan tanto los hechos como la imagen, el rendimiento que pueda sacarse de la situación. Y la prensa que debería representar la exigencia de verdad en la información demasiadas veces se convierte en colaboradora necesaria del disparate, entregada a la lógica de los buenos y los malos, de los míos y los demás.

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