Orriols y el relato hispanocéntrico

Silvia Orriols, votando en la sesión constitutiva del Parlament
23/11/2025
Periodista y productor de televisión
3 min

La extrema derecha es, en todas partes, un problema para articular mayorías, y pronto lo será en Catalunya, ya que el voto ultraderechista autóctono surfea las olas globales de desafección. En Catalunya, esta ola tiene dos componentes añadidos: la crisis demográfica y la represión del Procés. Un tercer factor, más inaudito, es la autodemolición del relato soberanista. Si el Procés fue un éxito propagandístico, el post-Procés ha dado la vuelta a la tortilla y la narrativa predominante es la que le interesa a España. En un exitoso ejercicio de victim blaming, los partidos españoles han convencido a su parroquia de que la represión de 2017 fue una victoria "democrática" contra los "golpistas". Y, encima, el independentismo ha decidido culparse a sí mismo, de manera que los catalanes ya no somos víctimas del inmovilismo y la represión españoles, sino culpables de dejarnos llevar por la "ingenuidad", las "mentiras" y el "chantaje emocional" de los líderes que pasaron por la cárcel o el exilio. La autocrítica es muy saludable, pero en Catalunya la hemos convertido en deporte nacional, y esta es una victoria moral del españolismo.

En esta deriva han sobresalido muchos enfants terribles convencidos de que la forma de hacerse oír es insultar y difamar lo que queda en pie del viejo edificio catalanista –partidos, entidades, sistema cultural y mediático–. No lo han logrado del todo, pero han dejado un rastro de mal humor y pesimismo que ha resultado ser –¡qué sorpresa!– el caldo de cultivo idóneo para la extrema derecha. Este es uno de los detonantes de la irrupción de Sílvia Orriols, pero hay otros: la rendición y la represión del 2017, los celos de Junts y ERC, el miedo a la disolución identitaria, el giro global conservador, los cambios en la dieta informativa de la población y una xenofobia que seguramente ya existía en estado de latencia. Atención: no estamos hablando de espejismos. Todos estos factores son reales, y por lo tanto los votantes de AC no pueden ser tratados como paranoicos. Son, más bien, una expresión de ira y desesperanza frente a una realidad demasiado compleja.

No tengo ni idea de si Aliança es un submarino de los servicios secretos españoles, como soltó Oriol Junqueras. Lo que sí sé es que su omnipresencia en las redes sociales debe de costar dinero, que el PSC trata a Orriols como si fuera líder de la oposición y que la derecha española está muy satisfecha con ella porque sus discursos, además de ser retrógrados y negacionistas, nunca se dirigen contra los poderosos, sino contra los eslabones más débiles de la sociedad; contra los marginados y no contra los explotadores; contra los inmigrantes y no contra los españoles; contra los procesistas y no contra el PP y Vox.

Podemos aducir que si en los estados nación consolidados de la UE está creciendo la derecha identitaria, con más razón podía ocurrir en Catalunya, que no tiene un estado para defenderse y es quizás el territorio europeo que ha sufrido una mutación demográfica más radical en el último medio siglo. Pero AC es también el síntoma de una pulsión autodestructiva. Orriols y otros gurús que se disputan la herencia del Procés se han hecho un nombre tratando de forma inmisericorde a sus predecesores. Si por los errores (manifiestos) de Puigdemont, Junqueras y la CUP tenemos que tacharlos de traidores, y tirarlos a la papelera de la historia, ¿no deberíamos blasmar también la memoria de Tarradellas, Companys, Macià, Cambó, Layret, Prat de la Riba, Pi y Margall, Casanova o Pau Claris, todos superados por los errores propios pero sobre todo por las limitaciones políticas de un país pequeño y atenazado por sus vecinos? ¿Quién querrá volver a hacerlo, como decía Jordi Cuixart, si la recompensa probable es que el enemigo te encarcele y los tuyos te insulten por la calle?

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