Hacer pagar el 'sanchismo' a Armengol

Francina Armengol
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Hace días que el PP apunta y dispara la artillería del caso Koldo contra Francina Armengol, al que se considera caza mayor no sólo por la relevancia de su cargo (el presidente o presidenta del Congreso es la tercera autoridad de España, después del rey y del presidente del gobierno), sino también porque, en el número 13 de la calle Génova, donde se encuentra la sede del PP pagada en B, se considera a Armengol un ejemplar especialmente representativo de eso que ellos llaman el sanchismo. Puede parecerlo ahora, pero la realidad no es ésta, o no lo ha sido siempre.

Por ejemplo: cuando Pedro Sánchez compitió contra Susana Díaz por la secretaría general del PSOE (que Sánchez recuperó contra todo pronóstico, después de haber sido expulsado de la peor forma), Francina Armengol –como Ximo Puig– se acogió a la neutralidad de Patxi López, sin significarse claramente a favor de Sánchez. Y más adelante Armengol, como presidenta de Baleares, no dudó en discrepar públicamente del PSOE (y de un Pedro Sánchez que por entonces consideraba impracticable una amnistía) en materias como el 155, los indultos y, en general, la represión contra los independentistas catalanes. Ni tampoco a denunciar la infrafinanciación de Baleares hasta provocar la irritación de un personaje cercano a Pedro Sánchez llamado José Luis Ábalos.

Sí es cierto que Francina Armengol fue elegida como presidenta del Congreso como resultado de una circunstancia compleja: por un lado, haber perdido (contra pronóstico, también) las elecciones en Baleares, donde ha sido la única presidenta de izquierdas que ha gobernado durante dos legislaturas seguidas que incluyeron la pandemia, en los últimos años del Proceso, etc., y que estuvo a punto de hacerlo una tercera. Por otro, como consecuencia de esta experiencia de gobierno –que la convirtió, seguramente, en la figura política más relevante que ha dado Baleares en su generación–, en Madrid aparecía como un activo interesante para representar a la nueva etapa de gobierno de un Pedro Sánchez que se preparaba para dar su nuevo paseo, esta vez hacia la doctina plurinacional, poco o nada ensayada en una España mucho más acostumbrada al nacionalismo monolítico de toda la vida.

De alguna forma, pues, Francina Armengol es una figura que recuerda al PP su amarga derrota del 23-J, de nuevo producida contra toda expectativa previa. Y, por supuesto, representa (porque cree en ella) la diversidad lingüística, cultural y nacional, que decidió hacer políticamente visible desde el primer día como presidenta del Congreso, permitiendo que fueran usadas todas las lenguas oficiales en el Estado. Esta decisión fue de enorme importancia, ciertamente histórica, porque contradice los fundamentos ideológicos del nacionalismo español. Ni izquierdas españolas ni independentistas catalanes, sin embargo, han sabido de momento valorarla debidamente ni sacar el rendimiento que podrían. En el PP sí lo valoran: para ellos, que se hable catalán, euskera y gallego en el Congreso es un desafío y una amenaza. Y quieren hacerlo pagar caro a su responsable.

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