La pobreza extrema que no queremos ver

La muerte de una pareja asfixiada dentro de una barraca en Montcada i Reixac, en un asentamiento a la orilla del río Besòs con medio millar de infraviviendas, nos pone frente a una realidad de extrema pobreza con la cual convivimos sin verla, o sin quererla ver. Es como los sinhogar que viven en la calle, que a menudo tienen la sensación de ser seres transparentes a los ojos de la gente. Las dos víctimas de ahora, que todo hace pensar que murieron por inhalación de humo, se suman a la familia (padres y dos hijos muy pequeños) que el 30 de noviembre perdieron la vida en unos bajos okupados en la plaza Tetuan de Barcelona, en el Eixample, debido a un incendio. Son realidades que tenemos al lado. Ni la suma de servicios sociales y entidades del Tercer Sector da abasto para atender una creciente pobreza que se queda en los márgenes de todo, en una complicada subsistencia. Como sabemos bien, la llegada del frío es el momento más crítico. Son situaciones enquistadas que han ido a más: la crisis del coronavirus, cuando todavía no habíamos acabado de salir de la crisis económica anterior, ha puesto mucha gente al filo del abismo. "Aquí no han venido nunca los servicios sociales, solo la policía a avisarnos para que no hagamos fuegos muy grandes. Esto es la frontera", decía ayer una vecina del asentamiento de Montcada i Reixac, una olvidada tierra de nadie. La misma alcaldesa de la población, Laura Campos, impotente, describe la situación como una favela en crecimiento constante en plena área metropolitana. En el caso de Tetuan, en el corazón de Barcelona, los servicios sí que estaban encima, y el niño mayor estaba escolarizado. Pero no se les había podido facilitar una vivienda digna y legal.

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Estamos, pues, ante un problema perfectamente detectado y conocido por las autoridades y por las entidades que tratan de tapar agujeros en medio de un alud de situaciones extremas. Pero ni unas ni otros, ni la suma coordinada de las dos, lo consiguen. Con el resultado de que, en realidad, estemos ante una emergencia que de tan obvia la hemos acabado normalizando, por no decir banalizando con un autoindulgente "ya se sabe". Son ciudadanos de tercera categoría, a menudo sin derecho a voto, sin papeles, que no cuentan. Por lo tanto, su problema, su miseria, su fragilidad, no la hacemos nuestra. Son el último escalón de los expulsados del sistema por el triple cóctel de paro, precariedad laboral y dificultades de acceso a la vivienda.

Pero del mismo modo que con los Juegos de 1992 se consiguió poner fin al barraquismo en Barcelona, ahora haría falta un plan de ambición social, y de alcance catalán, para erradicar este nuevo barraquismo que ha ido creciendo en los márgenes de las áreas metropolitanas del país. ¿O quizás estamos dispuestos a convivir, como si no pasara nada, con realidades tan duras como estas, que comportan muerte por asfixia o incendio, dentro de infraviviendas, de personas que viven en condiciones tercermundistas? ¿Es este el país que queremos? ¿Son o no son, estas personas, parte de nuestra sociedad?