Los poetas también ríen
Una buena noticia. Después de un mes de injusticia, las librerías –tanto las grandes como las que nos lo parecen– podrán volver a abrir en fin de semana. Ya no habrá que darse un cierto aire clandestino para ir de lunes a viernes. Estos últimos días, con el cuello vuelto, he leído tres libros, de aquellos que se devoran en lo que dura un partido de fútbol. Enric Gomà publica El català tranquil, un manifiesto imprescindible. Por optimista, por irreverente y porque ya está bien que nuestra lengua viva “en un estado de crispación permanente, entre correcciones, regaños y desazones”. Como dice Gomà, una lengua que provoca inseguridad deja de hablarse. Y entonces el autor –etimológicamente riguroso, escrupuloso con las fuentes y brillando en la formulación– juega con todo tipo de casos actuales y coloquiales que te hacen rumiar. Y sonreír. El debate entre la manera de pronunciar Valldoreix o Valldoreig, por ejemplo, me ha despeinado los dogmas de sancugatense de kilómetro cero. El mismo Gomà, en otro momento, hace referencia a las cartas que Joan Coromines, el lingüista que no soportaba ni las cerillas ni las taquillas, enviaba a Carles Riba. Precisamente, quien durante años y cerraduras ha recogido toda la correspondencia de Carles Riba en cuatro volúmenes ha sido el editor Carles-Jordi Guardiola. Acabado el trabajo, acaba de publicar Los poetas también ríen. Es la transcripción de las conversaciones que Guardiola mantuvo con las personas que trataron al insigne poeta, desde Perucho a Triadú o Camilo José Cela. Son 80 páginas fundamentales para quienes quieran profundizar en la vida de un poeta que llevaba el capital del sacrificio del exilio encima. El tercer libro, Cómo viajar con un salmón, es la compilación de una cincuentena de artículos publicados por Umberto Eco, uno de los grandes sabios del siglo XX. Siempre hay ideas interesantes en él. Junto a columnas impecables, sin embargo, hay otros que, como diría Gomà, son de vergonyeta.
La vergonyeta y las vergüenzas
Según Enric Gomà, la vergonyeta es la manera particular que tienen en Sabadell de denominar la vergüenza ajena. Es, exactamente, el sentimiento de turbación que he experimentado cuando he leído que el ex consejero Santi Vila ha tenido que aportar su piso de Figueres como aval para la fianza de 216.000 euros que le ha impuesto el juzgado de Huesca por desobediencia. ¿Su pecado con la justicia? Haberse negado a entregar las famosas obras de arte al monasterio de Sigena porque, como consejero de Cultura, consideraba que aquel patrimonio era legítimamente de Catalunya y no se tenía que mover del Museo de Lleida. ¿Cuál es su pecado con Catalunya para que él tenga que responder personalmente de una gestión que hizo cuando formaba parte del Govern? Pues, precisamente, haber dimitido del gobierno de Puigdemont antes de que se declarara la República con la boca pequeña y haber intentado, hasta última hora, con contactos aquí y allá, para que se convocaran elecciones. Cuando se pensaba que lo había conseguido, Puigdemont dio un último giro de guion y Vila, retratado y señalado, pagó las consecuencias. Se convirtió en el botifler más buscado del principado, se le descabalgó de la política y ahora dirige las aguas de Banyoles. Él se desfogó escribiendo un libro: D'herois i traïdors. El dilema de Catalunya, atrapada entre dos focs es su versión de los hechos. Equivocado o prudente, Judas o responsable, nada de lo que le pasa ahora no es justificable. No entiendo que el Govern / los independentistas / los catalanistas / las personas con sentido común hemos podido permitir que se haya llegado a este punto. En su momento, cuando me explicaron que la Caixa de Solidaridad se negaba a ayudar a pagar la defensa de Santi Vila en el juicio del Procés ya me estremeció. Ahora, cuando veo que la Generalitat ha dejado solo a quién defendió el patrimonio catalán como conseller, se me cae el alma al suelo. Como país, en este caso, quizás estamos enseñando las vergüenzas.