Poner los cuernos a todos los españoles

El rey emérito, Juan Carlos I, en una imagen reciente.
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Una institución fundamentada en vínculos sexoafectivos y paternofiliales es difícil de encajar en un orden democrático nacido de los principios de igualdad entre ciudadanos. La monarquía es ese extraño vestigio, herencia del Antiguo Régimen, en el que quienes tienen el cargo no lo tienen por concurso de méritos ni oposiciones o escogidos en las urnas. El rey lo es porque es hijo de su padre, y la reina consorte accede a ese lugar privilegiado y bien remunerado porque es la persona que el rey ama y con quien tiene un compromiso llamado matrimonio. Si resulta que este matrimonio es una farsa, que sus miembros hacen el papelón para guardar las apariencias, entonces no hablamos solo de infidelidad, de una falta en el seno de la vida privada de los implicados, sino de un fraude a todos los españoles y sus bolsillos. Si la relación entre Juan Carlos I y la reina Sofía es, según los audios que se hicieron públicos la semana pasada, inexistente desde todos los puntos de vista, ¿qué hemos estado viendo en los últimos 56 años (desde que nació Felipe VI)? ¿Una pura y simple representación? Una impostura protagonizada por un emérito incapaz de controlar sus impulsos y que no ha cumplido con sus obligaciones, pero también por la muy ejemplar reina Sofía. Tertulianos y opinadores han llenado todo tipo de programas de televisión indignados con el Borbón padre por el desprecio con el que habla de la madre de sus hijos mientras a ella la pintan como pobre víctima. Siendo como es una mujer bien situada, con recursos y existiendo el divorcio desde hace unas décadas, no veo por qué debemos admirar, como se ha dicho estos días, que haya "aguantado" todo lo que ha aguantado. Si lo ha hecho no será solo porque fue educada en unos valores que han quedado desfasados, los del matrimonio de por vida, sino porque por encima de todo lo que quería era que su hijo se convirtiera en rey. Es decir, por puro interés estamental y monetario. Es decir, una hipocresía de las de toda la vida, la de esas mujeres que se casaban por interés y por interés seguían casadas aunque la relación fuera una ficción barata.

Las grabaciones difundidas estos días por el hijo de Bárbara Rey nos demuestran que en eso de poner los cuernos todos los hombres se parecen y acaban cayendo en los mismos clichés: contigo es diferente, contigo puedo hablar y con ella no. Sí, sí, sería para hablar que el emérito fue a buscar a la vedete y nos pasó el recibo de los gastos del chantaje a sus súbditos. Ni al guionista del culebrón más malo le permitirían un diálogo tan tópico. Pero por encima de la vergüenza ajena que provocan las conversaciones, el asunto pone sobre la mesa la gran contradicción que actualmente supone la monarquía aunque se llame parlamentaria y sea constitucional: la de institucionalizar y legislar un espacio, el de los afectos, que en nuestras sociedades modernas hemos decidido que no tienen que pasar por el control del Estado. ¿Hay alguna forma de garantizar que un matrimonio que nos cuesta dinero y supone enormes privilegios y mucho poder sea de verdad y no una mentira? ¿Cómo meternos en los pasillos y las alcobas, en las comidas compartidas y entre las sábanas? ¿Cómo se legisla el amor? ¿Leonor debe ser a la fuerza monógama? ¿Debe ser heterosexual? ¿Qué pasaría si fuera lesbiana o no quisiera, como no quieren muchos jóvenes de su edad, emparejarse? ¿Y si no quisiera tener hijos? ¿Y si se decidiera por una relación abierta o por el poliamor? Es absurdo que a estas alturas su vida esté determinada solo porque es hija de su padre, al igual que es absurdo que la emérita siga casada con su no-marido. Porque ya no son los tiempos de la doble moral pequeñoburguesa (o monárquica) y el trabajo de representar a un país no debería tener nada que ver con con quién te acuestas o quién te ha engendrado.

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