La presencia del periodista
Creo que un periodista debe observar, verificar y contar, participando lo menos posible. Me siento incómodo ante algunas piezas excelentes de lo que se llamó nuevo periodismo, porque se parecen demasiado a ese género literario hoy muy difundido que etiquetamos como autoficción. Para un reportero, el pronombre yo es como una granada con la anilla floja: un peligro.
Aquí puedo hablar de mí y de mis manías sin necesidad de prudencia, porque estoy subido a un pupitre opinando de esto y lo otro. Lo de opinar está vinculado al negocio periodístico y, para algunos, forma parte del oficio. Puede ser. Cuando hablo de periodismo tiendo a pensar en otra cosa: en ir a un sitio, cercano o lejano, y contar lo que pasa. Si se le exponen hechos ciertos (un material cada vez más raro) cualquier ciudadano puede formarse una opinión. Por desgracia, la información veraz es cara. La opinión, además de libre, es barata.
Comenzábamos con lo de que un reportero no debe implicarse en lo que observa. Es fácil decirlo. No es tan fácil hacerlo.
En Ruanda conocí a un fotógrafo excepcional, Javier Bauluz. No le conocí mucho, simplemente nos saludamos y charlamos algún rato, pero me fijé en lo que hacía. Bauluz (que en ese momento, 1995, estaba con Associated Press y ganó un premio Pulitzer por su trabajo en aquel horror) acudía al aeropuerto de Goma, epicentro del desastre humanitario, cada vez que se preveía el aterrizaje de un avión con periodistas. Se plantaba al pie de la escalerilla y exigía a cada recién llegado una donación económica. Con ese dinero compraba leche en polvo. Y salvaba vidas de niños.
Eso estaba bien. Se implicó a fondo porque es una buena persona. Yo tengo a veces pesadillas con aquello de Ruanda, pero volví a París, donde residía, y seguí con mi rutina de corresponsal. Había mirado las cosas desde fuera, desde detrás del cuaderno de notas. Alguien me contó que, a su vuelta, Bauluz sufrió una depresión severa. La implicación tiene un precio.
Años más tarde, en 1999, yo estaba en Radusa, un barranco cercano a la frontera entre Kosovo y Macedonia. Los bombardeos de la OTAN sobre objetivos serbios habían provocado represalias serbias contra los albanokosovares, y cientos de miles de ellos huyeron a Albania y Macedonia. En Macedonia se simpatizaba mucho con los serbios y muy poco con los musulmanes kosovares. La acogida, por tanto, fue más bien cruel.
Los refugiados eran hacinados en barrancos como el de Radusa, un barrizal plagado de excrementos e infecciones. Resultaba complicado entenderse con aquella gente sin un traductor. Tuve la suerte de encontrar a una mujer que chapurreaba inglés y alemán y pasé bastante tiempo con ella. Me contó su vida. Me ayudó a hablar con otros. Y me impliqué.
Los pies se me infectaron (chapoteábamos con barro y mierda hasta las rodillas), me costaba andar, pero cada día hacía al menos un viaje desde Skopje a Radusa (35 kilómetros, más de una hora en automóvil por caminos de tierra) para llevarles a ella y a otros las cosas que necesitaban con urgencia: comida, algunas medicinas, compresas, golosinas para los críos. ¿El resultado? Demasiadas cosas que preferí no contar, porque estaba yo por en medio. Y un periodista no es noticia.
Los soldados macedonios vaciaron Radusa una noche y perdí de vista a esa mujer. Estaba a punto de irme de Macedonia cuando, por casualidad, me reencontré con ella. Estaba en mejor lugar y en mejores condiciones, aunque no supiera qué iba a ser de su vida. Nos abrazamos y lloramos. Creo que ese hecho sí lo incluí en una crónica, sin dar muchos detalles. Aquel viaje tuvo para mí un coste psicológico notable. Entendí muy bien a Bauluz.
No les voy a contar solo tragedias. En 1985, durante una solitaria vuelta al mundo (como viajero, no como periodista), conocí a un tipo en el bar de un hotel de Hong Kong. El tipo era inglés, vendía ladrillos refractarios y acaba de hacer buenos negocios en la que aún era colonia británica. Después de un par de copas, me hizo una propuesta insólita. Volaba a Londres al día siguiente, quería pasar una última noche desenfrenada y me pidió que le acompañara. Él pagaba. Lo que yo debía hacer era llevarle hasta el avión por la mañana, vivo o muerto.
Mencioné de pasada la anécdota en un libro. Un amigo editor, Enrique Murillo, me comentó que en esa noche había una novela. Quizá tenía razón. Pero yo no escribo novelas. Desde luego, podría haber sacado de esa noche salvaje un reportaje muy entretenido sobre la noche de Hong Kong. El problema es que salía yo. Y, por tanto, preferí no publicarlo.