Un genocidio hecho a mano

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Una niña refugiada durante el genocidio de Ruanda, el 17 de julio de 1994.

Viajé por primera vez a Ruanda en junio de 1994. Volé en un avión casi vacío desde Bruselas a Kinshasa, capital del Congo (entonces Zaire) y, tras sufrir la habitual extorsión de la policía aeroportuaria, tomé un nuevo vuelo hacia Goma. Allí, junto a la frontera ruandesa, se concentraban las tropas francesas de la Operación Turquesa.

Sabía que la Francia de François Mitterrand había sostenido activamente la dictadura hutu del general Juvenal Habyarimana, sabía que militares franceses habían equipado y entrenado las milicias Interhamwes que desde el 7 de abril, cuando murió Habyarimana, dirigían un genocidio de manual, y suponía (luego lo comprobé) que la Operación Turquesa tenía como principal objetivo proteger al gobierno genocida y llevarse los papeles que comprometían a Francia. Todo me parecía repugnante.

Pero aún no había visto nada. En los días siguientes, moviéndome por el interior de Ruanda, dentro de la “zona de seguridad” creada por los franceses y fuera de ella, visité el infierno. No tengo olfato. Eso me permitió entrar en iglesias donde aún había cadáveres y asomarme a las fosas comunes. Aquellos cuerpos mostraban señales de suplicios horribles. No entraré en detalles sobre lo que habían sufrido mujeres y niños. Las matanzas masivas cometidas a mano, con palos, machetes y puro sadismo, sin el apoyo industrial de cámaras de gas o crematorios, no se parecen a Auschwitz. Son más humanas y quizá, por eso, peores.

La gente saludaba con alborozo a las tropas francesas. Y contaban con desparpajo a los periodistas cómo habían participado en la orgía de muerte. Según ellos, los auténticos genocidas eran los tutsis: habían tenido que anticiparse, simplemente. Todos los hutus habían matado, porque quien no mataba con entusiasmo pasaba a formar parte de las víctimas. Un tipo que tenía un kalashnikov me dijo que había ganado un dinerillo matando piadosamente: quienes iban a morir pagaban para que sus hijos recibieran un balazo limpio y se ahorraran violaciones, amputaciones y apaleamientos.

Un sacerdote católico español, talentoso haciendo tortillas de patata, me explicó que en su pequeña iglesia se habían encerrado decenas de fugitivos. Los genocidas la habían incendiado. Vi en una fosa común los cadáveres quemados y luego rematados. El sacerdote no hizo nada. “Fue justo, los tutsis se lo habían buscado, los hutus son buena gente y van a misa”, dijo. Pocas veces he despreciado tanto a alguien como a ese tipo. De hecho, deseé que el Frente Patriótico Ruandés de los tutsis exterminara al cura y a la “buena gente” hutu.

En julio regresé a París, donde vivía entonces, a bordo de un Hércules que transportaba a una compañía de la Legión Extranjera francesa. Fue un viaje de dos días. Pasamos una noche tirados en el suelo del aeropuerto de Bangui (República Centroafricana), durmiendo a ratos. Eran legionarios acostumbrados a la guerra y al horror. Sin embargo, estaban horrorizados. Ellos también habían visto y oído.

Volví en agosto, cuando el Frente Patriótico procedente del exilio ugandés ya dominaba Ruanda. Casi un millón de hutus, empujados por sus dirigentes, cruzaron la frontera hacia Goma. Formaron el mayor campo de refugiados del mundo, una inmensa extensión de miseria y terror. Las milicias y los soldados hutus seguían siendo los amos y fomentaban la paranoia colectiva: los tutsis siempre estaban a punto de llegar. (De hecho, acabaron llegando, mucho más tarde, para consumar su venganza).

Ahí estaban esos hutus que participaron, con gozo o a la fuerza, en la histeria criminal. Los asesinos despreciables que había conocido en junio (con alguno me reencontré) eran ahora seres famélicos y enfermos. Imperaba el cólera, a razón de un muerto por minuto. Uno por minuto. ¿Se hacen a la idea? Las víctimas del cólera tampoco son bonitas de ver. Había tantos, tantos niños. En agonía, los niños no lloran. Gimen. El suave gemido colectivo, como el suspiro de miles de pequeñas bocas, permanece en mis pesadillas.

Una tarde cometí la imprudencia (luego supe que resultaba peligroso) de adentrarme en una de las secciones del campo. Me crucé con el fotógrafo Sebastiao Salgado, que conocía Ruanda desde su vida anterior como economista de la Organización Internacional del Café. Nos paramos uno ante otro y fuimos incapaces de decirnos nada: una mueca, un saludo vago con la mano y volvimos a alejarnos. ¿Qué se podía decir?

Alguna cosa aprendí. Por ejemplo, que casi todos somos capaces, en una situación determinada, de convertirnos en asesinos, porque la violencia y la muerte son contagiosas. También aprendí que se puede sentir compasión por los asesinos cuando, sin dejar de ser culpables, se convierten en víctimas. 

Enric González es periodista
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