La teoría del caos

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Ciudadanos del Congo se dirigen hacia Goma huyendo de una reanudación de los combates entre los rebeldes del Movimiento M23 y las milicias progubernamentales de Wazalendo

El horror de Gaza se mantiene día tras día. Asistimos en directo a un colapso de la humanidad. Y mantenemos nuestro interés, pese a la obscenidad de tanta muerte y tanta brutalidad, porque somos más o menos capaces de comprender qué fuerzas actúan y qué motivos tienen. Tanto quienes respaldan a Israel, por la razón que sea, como quienes se sienten cercanos a los palestinos pueden esgrimir argumentos coherentes. Tal vez falaces, pero coherentes.

Ahora imaginen un horror sumido en el caos. Es decir, incomprensible. Un horror tan poliédrico que ninguna de las fuerzas que lo causan (unas fuerzas que nadie es capaz de definir y contabilizar con una mínima precisión) es capaz de hacer nada para detenerlo. Un horror tan difuso que no llega ni a interesarnos.

Ese horror existe. Lleva 30 años devastando Goma, una ciudad situada al este del Congo, junto a la frontera con Ruanda. Si la República Democrática del Congo sobrevive en una situación calamitosa, con 3,9 millones de niños y mujeres desnutridos, 6,4 millones de refugiados y más de 20 millones de personas pasando hambre de forma habitual (son datos de Naciones Unidas), Goma, donde la guerra se toma respiros pero nunca cesa, constituye el auténtico “corazón de las tinieblas”: el título de la novela de Joseph Conrad resulta absolutamente exacto.

Conocí Goma a principios de junio de 1994, cuando era aún una ciudad habitable. Había incluso un alojamiento decente, el Hotel des Masques, cuya clientela tradicional se componía de traficantes de diamantes, caciques regionales y turistas aventureros: a poca distancia del hotel comenzaba el parque Virunga, el más célebre hábitat de gorilas.

La clientela cambió de forma súbita. Allí nos hospedábamos entonces los periodistas que informábamos sobre el genocidio que se desarrollaba a pocos kilómetros, en Ruanda. Los hutus exterminaban a los tutsis, por decirlo de forma simplificada: eran etnias artificiales, establecidas durante la dominación colonial belga. Pasábamos la frontera cada día, a cambio de un pequeño soborno, para ver cosas que habríamos preferido no ver nunca.

El dueño del hotel se llamaba Albert Prigogine y era hijo de belga y congoleña tutsi. Amaba la paz y la naturaleza. Sufría por lo que ocurría en Ruanda y se esforzaba en preservar el Virunga. Solía pasar las tardes sentado en la veranda de su hotel. A veces charlaba con los periodistas.

Dos meses más tarde, en agosto, el horror de Ruanda se derramó sobre Goma. El Frente Patriótico Ruandés, un ejército formado por tutsis que llevaban años exiliados en Uganda, venció a las fuerzas genocidas hutus. Y los responsables del genocidio huyeron al otro lado de la frontera, hacia Goma, llevándose consigo a millones de personas a las que habían convencido de que el Frente Patriótico planeaba a su vez un genocidio.

Surgieron gigantescos campos de refugiados que siguen existiendo hoy. Una epidemia de cólera se cebó con esa gente famélica. Los dirigentes hutus en el exilio congoleño se rearmaron y lanzaron incursiones contra territorio ruandés y contra los banyamulenge, los tutsis del este del Congo. El Frente Patriótico cruzó la frontera para combatir a esos dirigentes hutus. Y ahí entró en juego la venenosa política congoleña.

A lo largo de los años, líderes opositores al gobierno del Congo se han apoyado en los ruandeses para alcanzar el poder en Kinshasa, tras lo que se han convertido en dictadores, lo cual ha hecho que nuevos líderes vuelvan a apoyarse en Ruanda para derribarlos: esta es la descripción simplificada del mecanismo de la guerra perpetua, azuzada adicionalmente por los mercenarios de empresas occidentales que comercian ilegalmente con el coltán, un mineral que contiene tantalita, usada para fabricar condensadores en equipos electrónicos.

Por si fuera poco, Goma fue arrasada en enero de 2002 por la erupción del volcán Nyiragongo. Quedó cubierta por dos metros de lava. Y aún así renació. Bajo el horror de siempre, claro: el miedo, el hambre, unos niveles de violencia sexual casi inconcebibles.

Del viejo Hotel des Masques no quedaron ni los cimientos. En el solar que ocupaba se levantó un hospital de campaña. El 13 de marzo de 2008, Albert Prigogine fue tiroteado por matones a sueldo, pagados posiblemente por un empresario rival. Fue trasladado agonizante al hospital de campaña. Murió, por tanto, sobre el terreno del que fue su hotel.

Un dato sarcástico. Albert Prigogine era sobrino de Ilya Prigogine, un físico originario de Moscú y refugiado en Bélgica que en 1977 había recibido el Premio Nobel por sus descubrimientos en el terreno de la termodinámica. El trabajo por el que fue premiado suele denominarse “Teoría del Caos”.

Enric González es periodista
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