Vista desde la carretera alta de Roquetes.
25/03/2025
Escriptor i professor a la Universitat Ramon Llull
3 min
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Sábado, veintidós de marzo de 2025. A las cinco y media de la madrugada, las nubes nocturnas, desdibujadas, de una blancura espectral debido al reflejo de la claridad urbana, dejan entrever una media luna que, por contraste, parece amarilla. El silencio denso de la madrugada, su aliento húmedo, la sensación de suspensión en el tiempo. Hace frío. Me ha parecido distinguir el par de murciélagos que patrullan su espacio aéreo, el que está encima de los jardines de mi casa, pero no estoy seguro. Quizás ya se ha acabado la hibernación o quizás me he confundido. No sé. Normalmente hacen círculos regulares, aunque su vuelo es torpe y errático (nada que ver con la elegancia y la precisión aerodinámica de los vencejos). Desconozco dónde se refugian durante el día. A menudo pasan a menos de un metro y medio de las ventanas de la galería, sin hacer ruido alguno. Es normal que estos animales hayan terminado dando lugar a tantas historias truculentas. Me gustaría saber si me ven, si formo parte de su paisaje, o si sólo están pendientes de los insectos que están cerca de las luces de la calle. Su mundo es raro, boca abajo.

Con la intención de informar a los lectores del ARA del estado de la primavera, que es un tema de rabiosa actualidad, mi mujer y un servidor iniciamos una caminata dura, importante, desde Gràcia hasta Torre Baró por la carretera Alta de Roquetes. Las vistas suelen ser impresionantes, pero hoy no se divisa gran cosa. Olor del suelo mojado –reminiscencias intemporales, atávicas–. Desde la parte más alta de la cumbre se ven las ciudades del Vallès y del Barcelonès, que parecen más pequeñas de lo que en realidad son. De lejos, la torre que otorga nombre al barrio parece una imponente edificación. Pero cuando estás delante es decepcionante: una fantasía kitsch sin terminar, un triste malentendido arquitectónico. Además, no se utiliza ningún uso. Dado que llueve sin interrupción desde hace casi diez días, la hierba de los márgenes tiene hoy un verdor subido, magnificente; ha crecido muchísimo. Nos sorprende la enorme cantidad de hinojo todavía tierno, de lirios morados y de flores amarillas de colza silvestre que han aparecido por doquier. Los cactus también han revivido, aunque se ven los esqueletos fibrosos de quienes no han resistido en los años de sequía. Hay una determinación ambiental febril, ciega, imparable, la misma a la que Stravinski otorgó un sonido enigmático a La consagración de la primavera. Las bolsas de la procesionaria del pino, en cambio, han adquirido un color amarronado, un tono amortiguado muy distinto al aspecto brillante de tela de araña que tenían hace unas semanas (desconozco si es por efecto de las lluvias o por alguna otra razón). También hay pequeñas setas de primavera que no sé identificar. El olor de todo ello es penetrante, generoso. Quizás porque provenimos del Segrià, no podemos estar de mirar si hay caracoles. Nada: cuatro mal contados. Abundan, en cambio, las huellas que dejan los hocicos de los jabalíes en el suelo fangoso cuando buscan lombrices y raíces.

Técnicamente, seguimos dentro de la ciudad de Barcelona, ​​pero no lo parece. Como en esa hora, las diez y media, hace sol –luego ha vuelto a llover– el paisaje presenta un aspecto brumoso, difuminado por efecto del agua de lluvia que se evapora lentamente a medida que sube la temperatura. Esta neblina no deja ver la parte superior de las torres de la Sagrada Família, que ahora parecen mucho más altas –la ilusión del límite, o bien de su aparente ausencia, es uno de los fundamentos de la prestidigitación y, en general, de la fabulación humana–. Volvemos por el extremo norte de Nou Barris. Son calles empinadas, sombrías, irregulares, improvisadas hace cincuenta o sesenta años de cualquier manera. No tienen ninguna gracia ni ningún elemento que pueda llegar a hacerlos remotamente atractivos. Vivir aquí es meritorio, y lo digo sin ironía alguna. La población que edificó trabajosa y dignamente estas viviendas entre finales de los sesenta y principios de los setenta, muy envejecida, ha sido casi sustituida por paquistanís, magrebíes y latinoamericanos. En la bajada del Pedregar (¡qué nombre!) se sienten olores agradables y exóticos: se acerca la hora de comer, al menos para quienes no celebran el Ramadán.

La tarde de esta primavera lluviosa ha declinado lentamente, con una muy calculada y elegante parsimonia azul: a las siete y media aún era de día. Por las calles de Gràcia se percibía la inminencia de la noche del sábado, que entre los jóvenes siempre tiene una dimensión vagamente erótica, y entre los viejos un punto de nostalgia. Las pequeñas expectativas humanas, la cucaña primaria pero infalible de la vida...

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