¿Recortes en el horizonte?

La intensidad informativa asociada a la invasión rusa de Ucrania y al espionaje a decenas de independentistas es tan grande que ha hecho pasar inadvertidas las correcciones de las previsiones de crecimiento del PIB en 2022, anunciadas la semana pasada. El 29 de abril, la vicepresidenta Calviño rebajaba la previsión de crecimiento del PIB español al 4,3% (el presupuesto estatal se elaboró con una previsión del 7%). El mismo día el conseller Giró rebajaba la previsión de crecimiento del PIB catalán al 4,8% (el presupuesto catalán para el 2022 se elaboró con una previsión del 6,4%).

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La ralentización de la economía afecta a todo el mundo. Y no está provocada por la guerra en Ucrania, que solo ha acentuado marginalmente tendencias ya presentes antes del estallido de la pandemia por el covid-19, y que este también acentuó. El crecimiento económico se estaba ralentizando a inicios del 2020, después de un periodo en que se había estimulado con políticas de los principales bancos centrales llamadas de expansión cuantitativa (inyectar dinero para estimular el crecimiento), que algún día –no se sabía cuando– tenían que despertar la inflación.

El resurgimiento de la inflación, que muchos quisieron ver inicialmente como un fenómeno transitorio –una especie de rebote de los efectos del covid-19–, ha sido acentuado por algunos factores, entre los cuales destacan dos. Por un lado, una cierta reversión de la globalización de la economía. Como todo, la globalización tiene efectos positivos y negativos. Entre los positivos destaca la reducción de costes de los productos. La reversión de la globalización, con la correspondiente relocalización de actividades, comporta un aumento de costes, y, por lo tanto, de precios.

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Por el otro, el segundo factor destacable ha sido el aumento de los precios de la energía. Exactamente ningún dirigente institucional había querido poner palabras a un hecho inevitable: la necesaria transición energética para afrontar el calentamiento global antropogénico (cambio climático) tenía que comportar un aumento de los costes monetarios de la energía, y, por lo tanto, de los precios. Las presiones sobre los costes de la reversión de la globalización y la transición energética es lo que ha acentuado las consecuencias de la guerra de Ucrania. Y, como si no hubiera suficiente, el desastre de la gestión del covid-19 en China (¡tanto que la admiraron algunos en 2020!), que ha comportado recientemente nuevos roturas de la cadena logística en núcleos como Shanghái –con el puerto más activo del mundo–, se hará notar pronto en los costes de la logística y el transporte de mercancías.

Todos estos factores, unos que son tendencias de fondos y otros que son aceleradores coyunturales, han aumentado la probabilidad que nos acercan a una recesión mundial. Así, es muy probable que las recientes correcciones a la baja de las previsiones de crecimiento de la economía no sean las últimas del año, y más adelante se tengan que hacer todavía más.

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No hay demasiadas cosas que pueda hacer el gobierno español para alterar esta tendencia. Y todavía mucho menos el gobierno de la Generalitat, dado que las instituciones catalanas no disponen de herramientas de política económica relevantes, ni fiscales ni de regulación. La descentralización en España es algo mucho más administrativo que político.

Dicho esto, y centrándonos en el caso de Catalunya, hay algunas cosas que habría que ir haciendo. Las restricciones presupuestarias previsibles para el 2022 (que ya habíamos discutido en este mismo espacio en diciembre de 2020) fueron, por un lado, demoradas porque el gobierno español decidió compensar la liquidación negativa de transferencias de recursos correspondiente al 2020. Por el otro, sin embargo, han sido acentuadas por el deterioro del crecimiento, que comporta una reducción de los ingresos tributarios (también los propios o cedidos) respecto a las previsiones. Este panorama se irá acentuando los próximos meses, y dará contexto a la elaboración de los presupuestos para el 2023.

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La probabilidad de nuevos recortes en un futuro cercano no es nada despreciable. Y esto obliga a todas las instituciones catalanas –y en primer lugar, a la Generalitat– a ser muy cuidadosas con los nuevos programas de gasto (o de reducción de ingresos). Por ejemplo, ¿qué sentido tiene gastar más de 110 millones de euros hasta el 2024 en un experimento de renta básica universal que nos dará resultados ya conocidos, y que es imposible escalar a política pública, tanto por los recursos que exigiría como por la carencia de control sobre las prestaciones que habría que suprimir? Esto cuando el 2021 se dispuso solo de 360 millones de euros para un programa muy real como la renta garantizada de ciudadanía. Es solo un ejemplo.

Así mismo, hay que promover un debate informado con la ciudadanía sobre las perspectivas para el futuro inmediato. De lo contrario, es muy probable que el relato final de lo que vendrá sea que la CUP y los comuns proponen aumentar impuestos "a los más ricos" para evitar los recortes (como si con "los más ricos" fuera suficiente) y ERC diga que lo ve bien, pero que JxCat –como buenos herederos de Convergència– prefieran recortar. Cosa, por cierto, que ya se podía ver venir.