Marta Rovira llega a Cataluña
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Volver de un exilio es algo agridulce y melancólico. Nada tiene que ver con ninguna victoria ni con ningún triunfo; si acaso, con una necesaria contestación a los que quisieran que la venganza no tuviera final. Es una hermosa manera de acallar rencores, y un testimonio de dignidad.

Pero no ha habido victoria para el independentismo catalán y tampoco para el nacionalismo español. No es ninguna forma de consolación en un empate que no existe, sino la constatación de que ni el fuerte se ha sabido imponer ni el débil (digamos más bien el pequeño) ha sabido burlarle. Seguramente ninguno ha llegado a encontrar las debilidades del otro, ni a sacar provecho de las propias fuerzas. Ahora no sé quién fue el primero en decir que el conflicto entre Cataluña y España es la historia de dos fracasos: el de España, que no logra asimilar a Cataluña dentro de un estado homogéneo, y el de Cataluña, que no consigue salir de ese estado. Un estado que, como proyecto político, es también incompleto, fracasado. Podría ser o haber sido exitoso si se hubiera planteado desde la diversidad lingüística, cultural y nacional, pero siempre se ha planteado desde la hegemonía y la supremacía de lo que denunciaban Machado y Maragall, en formulaciones todavía insuperadas. Machado: “Castilla miserable, hoy dominadora, / envuelta en sus harapos, desprecia cuanto ignora”. Maragall: “¿No entiendes esa lengua que te habla entre peligros? / ¿Has desaprendido de entender a tus hijos? / ¡Adiós, España!”

La descabellada situación del independentismo catalán puede describirse con otro poema no tan conocido en nuestra región, del poeta norteamericano ee cummings (lo escribía en minúsculas), que se titula “No se puede perder siempre”. Es un título irónico, porque la conclusión es que sí se puede. La amargura, el rencor, el infantilismo, el cinismo, el victimismo, y la solemnidad vacía se han apoderado de un movimiento que fue transformador y esperanzador no hace tanto tiempo. El independentismo catalán tuvo, en el Proceso, dos momentos álgidos de verdadero triunfo: las movilizaciones ciudadanas del 1 y el 3 de octubre. Sobre el resto, se puede decir que el independentismo catalán ha sido perseguido con ensañamiento y con todos los poderes y herramientas de un estado español que no ha dudado en violentar el estado de derecho en su afán de venganza. Pero, sin embargo, el peor se lo ha hecho el independentismo catalán a sí mismo. Aliança Catalana es la sucia, triste y fea materialización de este mal: y ahora ha empezado la peor parte, que es la de empezar a elaborar las excusas para pactar.

Que acaben de devolver a los exiliados, porque es necesario y de justicia. Que vuelvan Puigdemont, Puig y Comín. En comparación con sus mejores momentos, el independentismo ha perdido un millón y medio de votos y buena parte de su capacidad de movilización. El nacionalismo español sigue como siempre: involutivo, consuetudinario, autoritario, impositivo. No existen retornos del exilio que sean felices. No hay victoria para los vencidos, pero tampoco para quienes se creen vencedores.

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