Regular la corrección política

Acabo de quitarle el polvo (literalmente) a la primera edición inglesa de Politically correct bedtime stories, de James Finn Garner, publicado en Nueva York en 1994 (hay traducción catalana en Quaderns Quema de Quim Monzó y Maria Roura). Se trata de un libreto minúsculo de tapa dura (en la edición inglesa, 79 páginas de letra muy grande) editado imitando los viejos cuentos de la era victoriana. Solo han pasado 28 años, pero no creo que hoy los editores de Macmillan se la jugaran con un texto como este. A pesar de tratarse de una sátira como otra de puro humor blanco, absolutamente inocente, la reacción organizada, y por supuesto anónima, en las redes sociales resultaría imprevisible. Que las opiniones de una persona concreta, las directrices de una institución o el sesgo de una determinada ideología no nos convenzan, o incluso nos enerven, es la cosa más normal del mundo; ha pasado siempre, esto. Lo que resulta históricamente inédito es la posibilidad de actuar de juez, de parte, de testigo, de intérprete, de policía y de forense, todo bien mezclado, y redactar una fatua digital con efectos inmediatos. Obviamente, aquí no estamos hablando de cosas delictivas, porque esto es un asunto del todo diferente, sino de opiniones que no nos gustan o que interpretamos de una determinada manera y no de otra. La persona que tenga indicios de la comisión de un hecho delictivo tiene el derecho –y, en determinados casos, la obligación moral– de denunciarlo. ¿Pero, que pasa con el actual mainstream políticamente correcto? ¿Podemos actuar igual que si se tratara de una especie de Código Penal imaginario?

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Cada vez tengo más claro que del mismo modo que se han regulado otras cuestiones, se puede hacer una cosa parecida con este territorio sin ley de la corrección política. Se podría hacer... y se tendría que hacer, por la sencilla razón de que todo ello tiene consecuencias reales y graves en la imagen pública, la vida profesional, etc. de las personas. Si me acusan de traficar con drogas o de atracar joyerías, tengo, cuando menos, la posibilidad de defenderme. En caso de que se trate de una acusación falsa, obviamente, las consecuencias penales recaerán entonces en el denunciante. ¿Pero qué pasa si alguien interpreta que este artículo es "machista", por ejemplo? ¿Dónde tengo que ir a defenderme? ¿Y qué pasa si, además, esto tiene consecuencias directas y tangibles en mi vida profesional? Estoy pensando en el caso del profesor de la Universitat de València (UV) Ferran Suay, destituido de su cargo por la rectora, Mavi Mestre, por –cito la noticia del ARA – "«comportamiento machista» que es «totalmente inaceptable», tanto en «el gobierno universitario» como en una «universidad pública y democrática» como la UV, que, según la rectora, «desarrolla una gran apuesta por la igualdad de las personas»". Una rectora o un rector tiene tanto derecho a proponer un cargo como destituirlo; nada a decir, sobre esto. Otra cosa muy diferente es confundir la interpretación subjetiva de unos tuits con un hecho objetivable e indiscutible. Quiero decir que aquello que a la doctora Mestres le parece A, a otra persona le puede parecer B, y a otra incluso C. Y digo esto justamente por un hecho que tocó muy de cerca a la misma rectora hace no mucho. Resulta que a raíz de la invasión de Ucrania, Mestre hizo una serie de consideraciones sobre los estudiantes rusos que hay en la UV. Un grupo de profesores de esta universidad las interpretó como lesivas para este colectivo. Las mencionadas consideraciones se podían entender de varias maneras, evidentemente, y no seré yo quien la acuse de esto o de lo otro (a pesar de que a algún desaprensivo quizás no le costaría mucho manejar el tema con un ojo puesto en el artículo 510 del Códig Penal). No creo, en definitiva, que la rectora quiera ningún mal a los estudiantes rusos de la UV, pero estoy convencido de que sus palabras se podían interpretar razonablemente de una forma más bien inquietante (la prueba es que las tuvo que matizar). Tampoco creo que el doctor Suay sea un machista ni nada por el estilo; pero en este segundo caso ya ven cómo ha acabado la cosa. El resultado es asimétrico, y esto invita a una reflexión profunda, que va mucho más allá de rifirrafes en Twitter.

Utilizar las modas políticamente correctas de hoy –pasado mañana serán otras– como si fueran un Código Penal no escrito y acomodaticiamente selectivo se está convirtiendo en una cosa que, a diferencia de las versiones hilarantes de aquellos cuentos para niños que se publicaron hace 28 años, no hace ninguna gracia.