Religiones laicas

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La alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, y la vicepresidenta española, Yolanda Díaz, con el alcalde del Prat, Lluís Mijoler, en un acto en contra de la ampliación del Prado a la Ricarda.

El caso de la posible ampliación del aeropuerto de El Prat, que ha acabado como ha acabado, merece alguna reflexión que vaya más allá del caso concreto. Como la mayoría de cosas que afectan este país nuestro, el debate de fondo era a la vez imprescindible e imposible: estaba contaminado por querellas partidistas de poca monta. Cualquier cosa que se diga en un sentido o en otro será percibida por la gente que solo tiene dos tuits de frente como un ataque a aquel partido o una defensa de aquel otro. Todos sabemos que muchas actividades –de hecho, la inmensa mayoría– tienen un efecto en el medio ambiente, pero no podemos renunciar a llevarlas a cabo. Resulta que los seres humanos no evolucionamos adaptándonos al medio, sino transformándolo. Un ejemplo: a diferencia de los animales, a la gente que vive cerca de la Ártico no les salió mucho pelo en el cuerpo para protegerse del frío, sino que aprendieron a cazar para obtener pieles y, de paso, comer. Todo esto no es anecdótico: estamos hablando de una de las características constitutivas de la humanidad. La otra es la racionalidad, evidentemente: nos recuerda que si nos pasamos de la raya, ni pieles, ni carne, ni nada.

Por lo tanto, la cuestión no es si tenemos que transformar el medio ambiente o no –es imposible no hacerlo– sino cuáles son los límites razonables de esta actividad transformadora. Todo esto es menos sencillo de lo que parece. Las alcachofas de El Prat son tan propias o tan impropias de la zona como las patatas o los tomates que vinieron de América hace –en términos históricos– cuatro días. Aquí todo cambia. El delta del Llobregat y, sobre todo, el del Ebro, son el resultado de la deforestación del curso alto del río, que es la que aportaba sedimentos cuando no había pantanos. Por lo tanto la "destrucción" –para emplear el registro oficial, tan dramático y sobreactuado– es la norma, no la excepción. Lo interesante, sin embargo, es la posibilidad de decidir democráticamente si en aquel punto concreto se hace una cosa o bien se hace otra. Hay personas que consideran que lo que quedaría afectado es lo bastante valioso como para dejarlo como está, y hay personas, en cambio, que creen prioritaria una ampliación de aquella infraestructura, con las inevitables consecuencias que esto tendría.

Fijémonos que cuando nos referimos a otro tipo de cuestiones –de hecho, a la mayoría– el personal no se rasga la túnica ni plantea las cosas de una manera tan maximalista. ¿Por qué? Seguramente porque aquí no confrontamos programas políticos sino los dogmas de una vieja religión laica que declina –la del progreso técnico sacralizado– con los de una nueva fe que emerge, la de la "sostenibilidad". No me estoy refiriendo a la ecología científica, por supuesto, sino a un conjunto de creencias que tiene incluso su propio santoral y que hoy es uno de los pilares de la mentalidad popular mainstream. Cuando Auguste Comte teorizó en el siglo XIX la religión positivista, que no era nada más que una sublimación romántica de la idea de progreso, partió de una visión de la naturaleza que tiene muy poco que ver con la nuestra. Pensar que aquella visión era errónea y mala (en un sentido moral) y que la nuestra es la verdadera y la buena (en un sentido igualmente moral) es sustituir una creencia mística por otra.

Mientras el debate se base en la fraseología de la sostenibilidad, que hoy es la que utiliza la práctica totalidad de la publicidad comercial para vender cualquier cosa, no llegaremos a ningún consenso. Estos calzoncillos, o este refresco, o aquel yogur, son buenos “para usted y para el planeta", dicen. Ya no hablan del producto, sino de si el envase es de plástico o de cartón reciclado... En la medida en la que el marketing político equipara los métodos de venta de unos zapatos con la comunicación de un proyecto social, asumir la mentalidad mainstream para adular al personal y sacarle los cuartos con más facilidad se ha hecho casi inevitable. Y mientras la única réplica a esta fraseología provenga de la vieja y destructiva religión ochocentista del progreso infinito, la del acero y el hormigón como agentes redentores de la humanidad, tampoco iremos bien. El asunto, pues, continúa anclado en este tipo de cuestiones teológicas basadas en sus respectivos dogmas de fe. Es imposible discutir nada razonablemente.

Los debates parlamentarios tendrían que ser ajenos a esta dialéctica rudimentaria y oportunista. No me cansaré de repetirlo: nos hace falta algo más de flema, de distancia e incluso de frialdad (si quieren pueden añadir la palabra elegancia). Dejen, pues, de lado las exigencias contradictorias de las redes, amigos políticos, porque ni siquiera les servirán para ganar las elecciones.

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