El rey de España no recibe al rey de España

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El rey emérito, Juan Carlos I, el pasado 26 de julio en Sanxenxo, Pontevedra.

“Don Juan Carlos regresa a Sanxenxo para regatear”, titula, sin rubor alguno, la prensa nacionalista española. Con completa normalidad, como si "don Juan Carlos" no fuera el jefe de España que huyó, pronto cumplirá tres años, a una dictadura teocrática sin libertades ni derechos humanos (él, que llevó la democracia a España), donde vive —lógicamente— como un rey, se sobreentiende que a cargo de los contribuyentes a la Hacienda española, la misma a la que él defraudó sostenidamente a lo largo de muchos años de su reinado. La Fiscalía archivó las acusaciones que pesaban contra él, no porque no fueran ciertas sino porque quiso interpretarse que unas ya habían prescrito, mientras que otras quedaban neutralizadas por la exención de responsabilidad de la que se beneficia, de acuerdo con la Constitución española del 78, la figura del rey.

El panorama se completa si recordamos que el citado Juan Carlos es jefe del estado español, sí, pero emérito, mientras que el jefe del estado español actual es su hijo, y que esto es así porque ambos son reyes de España, cargo que se hereda por consanguinidad. Los, digamos, desajustes tributarios y financieros del emérito, como es lógico, no afectan solo a su persona, sino a toda la institución de la Corona, verdadero centro de gravedad del orden constitucional del 78, en la medida en que simboliza y representa nada menos que la unidad —indisoluble, como sabemos perfectamente— de España. En cambio, se han presentado los hechos a la ciudadanía en esta otra versión: Juan Carlos, al mismo tiempo que no deja de ser el paladín de la democracia que merece todos los honores y reconocimientos, es a la vez la única manzana podrida de una institución inmaculada e intachable. Nada tienen que ver, en los delitos prescritos o exentos de responsabilidad, ni su hijo, que reina como Felipe VI, ni los poderes del Estado, ni los sucesivos gobiernos que ha tenido España durante la democracia, ni los servicios de inteligencia, ni la prensa cómplice, ni los grandes empresarios que se han beneficiado de los buenos oficios de Juan Carlos como intermediario de grandes transacciones comerciales (¿cuántas veces hemos oído lo del “mejor embajador para España”?) . Nadie tuvo relación alguna con ello: eran, solo, travesuras de Juan Carlos, que, ya se sabe, era un poco impulsivo, apasionado. “Todo el mundo tiene su lado no tan claro”, dicen a menudo, ahora, quienes quieren justificarlo.

Y ahora se nos presenta también como un pacífico abuelo al que le gustan las regatas. ¿Quién puede tener algo en contra de esto? Hace pensar en esa entrevista en la que Adolfo Suárez le cuenta a Victoria Prego (él pensaba que off the record, pero se grabó) cómo su gobierno introdujo la Corona dentro de la Constitución para aprobarla a escondidas, conjuntamente con la carta magna, ya que eran conscientes de que, en un referéndum específico a favor o en contra de la Corona, tenía las de ganar el no. Ahora ha llegado el punto en el que Juan Carlos entra y sale de territorio español cuando quiere, pero a condición de no visitar ni ser recibido por su hijo. Todo normal.

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