BarcelonaEntrar dentro del taller-casa de Ricardo Bofill, a los pies del imponente Walden 7, era una experiencia de aquellas que no se olvidan. El edificio, una antigua fábrica de cemento reformada, parecía muy bien el escenario de una película futurista y allá, en una confluencia de líneas de fuga, Bofill parecía una especie de monarca altivo que se había autoexiliado a su propio país, donde ciertamente no tenía el predicamento público de su rival y también amigo Oriol Bohigas, muerto el año pasado a los 95 años, pero donde siempre tuvo un buen puñado de admiradores. Unos le valoraban la audacia de sus proyectos iniciales –"Si un deseo es hermoso / cambia la realidad aún cuando falle", escribía José Agustín Goytisolo en el poema Walden–, otros el postmodernisme palladiano, que tiene aquí piezas emblemáticas como el TNC, y finalmente, pese a las polémicas, muchos disfrutan de la osadía de pintar la skyline de Barcelona con un Hotel Vela que, decía, tendría que haber sido algo más alto para ganar belleza. La palabra que él no rehuía y trató de democratizar.