Toga de un juez.
04/09/2025
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Parece que Pedro Sánchez, que ha visto cómo su entorno familiar es asediado por una fronda judicial instigada por la ultraderecha, ha caído definitivamente del caballo como un san Pablo y se ha dado cuenta de que "hay jueces haciendo política" que hacen un "daño terrible" al poder judicial. En algún momento hora la izquierda española tendrá que reconocer –y no en una entrevista televisiva– que la Transición no supuso tampoco ninguna "ruptura" con el poder judicial del régimen autocrático anterior y que las "reformas" realizadas en los años 80 fueron tan débiles que lo han lastrado en términos de democracia liberal plena.

En vez de pasarse el día repitiendo como una jaculatoria que hay que respetar las decisiones judiciales sin apenas criticarlas, es necesario que se empiece a admitir que España se ha alejado bastante del canon que apareció ya con la Ilustración y que concebía el derecho como algo justo, bueno y racional (Montesquieu decía que "el juicio es la boca de la ley) y, por supuesto, de la parámetros de un estado liberal-democrático en el que el juez está sometido al imperio de la ley, a la voluntad del legislador que representa al pueblo, y se limita a interpretar rectamente la ley y a aplicarla. Que esto es así ha sido perceptible en contextos como la crisis constitucional catalana, como demuestra la burda inaplicación de la ley de amnistía, en la que se ha puesto de relieve, además, la connivencia de algunos togados con el estado profundo, con determinadas instancias políticas, servicios de inteligencia y medios de comunicación tendenciosos.

Si dejamos esto a un lado, y algunas otras patologías estructurales –como la necesaria democratización en el acceso a la judicatura; la subsistencia de "magistraturas extraordinarias" como la Audiencia Nacional, heredera del Tribunal de Orden Público Franquista, o la instrumentalización partidista del Consejo General del Poder Judicial, como órgano de gobierno del poder judicial–, a menudo no queda tiempo ni espacio para analizar otro problema: el hecho de que la Constitución de 1978 optara por un poder judicial, de inercias atávicas como la ley provisional del poder judicial de 1870, en plena etapa unificadora y codificadora liberal, que creó un cuerpo único de jueces y magistrados, y la ley de 1944 que la actualizó, pero sobre todo de la franquista ley orgánica del Estado de 1967, matriz de la actual artículo 122 de la Constitución. Y es que a menudo no se tiene presente que la cúpula judicial fue un poder fáctico del régimen del 78 tan o más poderoso que las fuerzas armadas.

Así no es de extrañar que el Tribunal Constitucional afirmara textualmente en la sentencia del Estatut que "una de las características definidoras del Estado autonómico, por contraste con el federal, es que su diversidad funcional y orgánica no alcanza en ningún caso a la jurisdicción". Dicho de otro modo: el estado autonómico arranca de una Constitución única, lo que también lleva a una jurisdicción única, un argumento paradójico que habría podido vetar también la descentralización del poder ejecutivo y del legislativo.

En fin, que la estructura territorial del Estado es indiferente por principio al poder judicial, y esto es un problema porque los territorios solo pueden asumir residualmente algunas funciones que tienen que ver con el personal no judicial y con los medios materiales (pagar nóminas y fotocopiadoras), sin incidir en cuestiones primordiales como la lengua de las actuaciones judiciales o el nombramiento de los presidentes de los tribunales superiores. El Estatut de 2006 intentó levantar el listón y fue cortado de raíz. Y, aunque es difícil establecer categorías normativas comunes, España está lejos de realidades como Alemania, Suiza, Bélgica, o incluso Reino Unido (Escocia e Irlanda del Norte) y Dinamarca (Grenlandia e Islas Feroe) en cuanto a factores comparables como la autonomía institucional de los órganos judiciales, la posibilidad de las regiones de reclutar jueces o de influir en la planta -y no solo en la demarcación judicial.

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