

Leemos en el ARA que "la Unión Europea cada vez teme más la amenaza del expansionismo ruso y de los efectos del cambio climático" y, por tanto, "pide a todos los europeos que tengan reservas de agua, medicamentos, baterías y alimentos para subsistir al menos 72 horas sin ayuda externa en caso de un conflicto bélico o de catánico".
Quizás una servidora y los que me rodean (se incluyen las mascotas) no duraríamos ni veinte minutos. Veinte minutos después empezaríamos a hacer el sorteo con los palillos de diferentes tamaños para ver quién nos comemos primero. Pero, en cambio, en nuestro entorno hay personas que podrían pasar la Guerra de los Cien Años sin que se les acabara el papel de inodoro. Las abuelas queridas. Rebostes llenos de garbanzos, de cosas impensadas como potitos de pimiento, de puré de encima (por si acaso), pero también de patatas, perfectamente extendidas, para que duren. Este estilo de abuela que siempre tiene latas de refrescos (en mi casa, los refrescos no llegarían ni a la nevera, de tanta ilusión que nos hacen) y patatas rubias (las patatas rubias las compramos para consumir de inmediato). Que tienen un congelador lleno de alcaparras con etiquetas, de helados, de canelones que hicieron, y que cuando van a comprar piden jamón dulce "que se rompa" –"Porque es para mi nieto", dicen.
A las abuelas de mi entorno (las madres deantes), que saben lo que es sufrir por no poder alimentar a los pequeños, no las cogerán con las baldas vacías, estos señores de la Unión Europea. La mía nos abrazaba y nos decía: "Ay, mis meterrones". Nos trataba de "metas", es decir, de senos. Entiendo muy bien que alguien que tiene dos tetas de donde ha manado la leche para alimentar a los hijos propios o los de las demás –me encanta la idea de los nodos– debe tener por fuerza el instinto este, tan mágico y divertido, de pescar. Todos necesitamos una abuela cerca que nos pregunte si nos hemos quedado con hambre, señores europeos.