El signo de la cruz

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Pedro Sánchez, el jueves en Madrid.

A los primeros cristianos ni se les pasó por la cabeza identificarse con una cruz. Habría sido una auténtica barbaridad. La cruz era el instrumento de tortura y ejecución que había sufrido el nazareno y que, durante unos siglos, siguieron sufriendo ocasionalmente sus seguidores.

El artilugio tenía un origen persa, Alejandro Magno lo utilizó de vez en cuando y los cartagineses lo adoptaron con entusiasmo. De ellos lo copiaron los romanos. Morir en la cruz suponía la infamia definitiva. De hecho, el primer crucifijo, un dibujo trazado en una pared y datado en el siglo II, mostraba un burro crucificado y se mofaba probablemente de un cristiano: lucía la inscripción “Alexámenos adora a dios”.

El símbolo del cristianismo fue, desde el principio, un pez. Se desconoce con exactitud la causa, pero, si se fijan, los evangelios están llenos de peces y pescadores. Lo del pez tenía sentido. Cuando se quería crear una imagen de Jesús de Nazaret, se lo pintaba como “pantocrátor” (todopoderoso), con halo y gesto sereno, o como un pastor con un cordero en los hombros.

Dicen que la primera cruz mostrada como algo positivo fue la que vio en el cielo el emperador Constantino, antes de la batalla del Puente Milvio (año 312). Pero Constantino, que permitió la práctica del cristianismo en el imperio y se bautizó poco antes de morir, no vio propiamente una cruz. Vio, según la propaganda constantiniana, una cornamenta de ciervo y sobre ella, superpuestas, las letras griegas X y P, primeras de la palabra Cristo.

Constantino desplazó la capital imperial a una nueva ciudad, Constantinopla (actual Estambul), y allí, hacia finales del siglo IV o principios del V, algún artesano se atrevió a experimentar con la imagen de la cruz. Poco a poco se hizo más aceptable representar a Jesús crucificado, pero siempre de forma gloriosa: vestido con una túnica espléndida, sin la menor muestra de sufrimiento y, por supuesto, sin clavos, ni corona de espinas, ni la burlona inscripción INRI (Iesus Nazarenus Rex Iudaeorum, Jesús Nazareno rey de los judíos). La cruz era más un fondo que otra cosa.

Los papas de Roma mantuvieron habitualmente una relación de sumisión con el emperador de Constantinopla, con altibajos debidos a disputas doctrinales como la relacionada con el monofisismo (¿tenía Jesús una naturaleza humana y otra divina?, ¿tenía una sola naturaleza?, ¿tenía dos pero unidas por una sola voluntad?: muy entretenido), pero en 730 hubo pelea.

El emperador León III, nacido en 690 en la actual Siria, entonces ya musulmana, se declaró iconoclasta. Y, como los musulmanes, prohibió las imágenes de cristos, vírgenes, santos y mártires en todo el imperio. El papa Gregorio II defendió ardorosamente la iconolatría. En plena ruptura, ambos constataron que podían reconocerse en un símbolo: la cruz a secas, sin colgar a nadie. A partir del año 800, el nuevo emperador europeo, Carlomagno, asesorado por Teodulfo de Orleans (un religioso que no era de Orleans, sino de Zaragoza, y simpatizaba secretamente con la iconoclasia), se sintió cómodo con los dos palos cruzados.

(Hubo que esperar a la edad media tardía para que aparecieran crucifijos con víctima ensangrentada, y al barroco español, brazo gráfico de la Contrarreforma, para que se mostrara la tortura en todo su esplendor).

No sé si Pedro Sánchez es aficionado a estas peripecias cristianas. Yo diría que no. Pero lo parece.

En los famosos cinco días de abril, cuando se retiró al Getsemaní de La Moncloa para meditar sobre si valía la pena sufrir todas las humillaciones que le infligía la oposición (en realidad supo en todo momento que sí valía la pena y pensaba más en la prensa que en el pobre Feijoo), hizo casi una parodia del relato evangélico. De entre esas presuntas humillaciones, destacaba el apodo “Perro Sánchez”, derivado luego en “Perro Sanxe”. Lo del “perro” fue ideado ya en 2014, cuando Sánchez accedió por primera vez a la secretaría general del PSOE, por alguien poco entusiasta del socialismo que escribía en Forocoches.

Al principio, el mote era una cruz para Sánchez. Luego le fue haciendo gracia. Poco a poco, los seguidores del presidente empezaron a lucir camisetas y pegatinas con las palabras “Perro Sanxe” y “Perra Sanxe”. La mujer del presidente lleva a veces una chapita de “Perra Sanxe”. Ahora, el PSOE está empeñado en registrar en la Oficina de Patentes el copyright de “Perro Sanxe” para difundir masivamente el mote en todo tipo de objetos.

Igual que los cristianos con la cruz, Sánchez ha transformado el símbolo de la infamia en instrumento de propaganda. Quedamos a la espera de un nuevo símil cristológico por parte del presidente.

Enric González es periodista
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