Comparto del todo las palabras del director general del Incavi, recogidas por el compañero Jordi Bes, hablando de que el consumo de vino se estanca. El vino necesita "menos solemnidad y más emoción compartida", dice Joan Gené. Y dice también que el vino catalán está al máximo nivel, pero que "uno de cada cinco consumidores no sabe de dónde está el vino que bebe y, en el caso de los jóvenes, es uno de cada cuatro". Atribuye, claro, esta caída "a los crecientes pronunciamientos y políticas que se promueven desde gobiernos y organismos, como la OMS", que consideran que "no existe consumo de alcohol con riesgo cero para la salud".
En cuanto a la OMS, me parece inculto y frívolo poner en el mismo saco una botella de vino que una de vodka. Es como si alguien comparase La plaza del Diamante con Cincuenta sombras de Grey, por mucho respeto que le podamos tener en ambas obras, sin duda ambas literarias. Muchos jóvenes tienen el vino por algo de boomeros. La cerveza o el mojito se pueden beber por la calle y en vaso de plástico o de la lata estando. Debemos descubrirles el ancestral, que se destapa como la cerveza, pueden pagarlo, y quizá beber sin una copa especial. Un día llegarán a las copas y conversaciones tranquilas del vino. Añado aquí que la caída del consumo de vino va unida al poco que cocinamos en casa. Debemos hacerlo mirar.
Siento a menudo: "Es que yo no entiendo". Pero tampoco entendemos de series, ropa o libros y, en cambio, aquí sí que decidimos, tranquilamente, lo que nos gusta. Para formarnos el gusto, con el vino, podemos realizar cursos. En un curso hay otros diletantes, y existen –lo digo por experiencia– emociones compartidas y poca solemnidad. Tenemos ahora la oportunidad de mostrarnos a nosotros mismos las variedades que dejan sin aliento a los enólogos y sumilleres de fuera. Picapoll, mandón, garnacha, xarel·lo, macabeo, parellada... "No sabéis lo que tiene", nos dicen. ¡Pues lo tenemos que saber!