Las sombras de la reproducción asistida

Imagen de una inseminación in vitro.
19/12/2025
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El 25 de julio de 1978 nació en el Reino Unido Louise Brown, la primera persona nacida de la fecundación in vitro desarrollada por Patrick Steptoe y Robert G. Edwards. Su investigación estuvo principalmente impulsada por motivos científicos y clínicos como el de terminar con la infertilidad. A partir de los años 80, cuando empezaron a aparecer las primeras clínicas, y hasta la actualidad, este hito de acabar con la infertilidad se ha presentado como progreso científico y como libertad individual, pero también se esconde una forma de monetizar el hecho de satisfacer el deseo de ser padres o madres. En todo esto, existe una trama muy compleja y unos intereses y relaciones de poder que afectan de manera específica a los cuerpos de las mujeres, unos cuerpos que quedan tocados no sólo físicamente sino también psicológicamente. De acuerdo con el feminismo materialista, el cuerpo no es un espacio abstracto e inviolable, sino un lugar atravesado por relaciones de producción, reproducción y explotación. La reproducción asistida transforma las funciones corporales como la ovulación, la gestación y la capacidad genética, y no a todos los cuerpos los transforma por igual; son las mujeres quienes asumen los riesgos físicos, hormonales y emocionales del proceso.

Mujeres solas, parejas lesbianas, mujeres de edad avanzada o con diagnósticos concretos se encuentran a menudo excluidas de los sistemas públicos de salud reproductiva y, por tanto, sometidas a criterios discriminatorios. Se paga un precio muy elevado por un tratamiento que, en muchos casos, no asume la sanidad pública y pasa a manos de clínicas privadas que hacen de todo ello un suculento negocio que encaja en una lógica de mercado de tipo neoliberal perfecta. Con ello, seguimos atizando las desigualdades globales, los intereses de la biopolítica, la especulación en la mercantilización de la vida y la persistencia de un control normativo sobre los cuerpos femeninos.

Ya Michel Foucault definió que la biopolítica se refiere a un conjunto de técnicas con las que el poder gestiona la vida, los cuerpos y las poblaciones. La reproducción como punto de intersección entre el cuerpo individual y la continuidad social ocupa un lugar central en esta estrategia de gobernanza de la vida. Las tecnologías reproductivas no son, en este sentido, neutrales, puesto que forman parte de un dispositivo que produce subjetividades, normas y jerarquías. Y es imposible huir.

Parece que, como mínimo, y después de tener claro en qué escenario nos movemos, las mujeres deberíamos tener garantizada, al optar por este tipo de reproducción, la buena salud de los embriones y no permitir que ocurran cosas como la que estalló hace unos días, cuando se supo que un donante de esperma danés tenía una mutación cancerígena. La inseguridad que este caso crea no es anecdótica ni emocional, es estructural, sanitaria, jurídica y ontológica. El donante danés a partir del cual se han concebido casi doscientos niños con la transmisión del síndrome de Li-Fraumeni hace visibles fragilidades profundas del sistema de reproducción asistida como la quiebra del sistema de precaución, la inseguridad de la buena salud de los niños, la ausencia de responsabilidad y la crisis de confianza en el saber científico.

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