¿Es tiempo de volver a la reconstrucción nacional?

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Un trabajador coloca las banderas de los estados miembros de la UE justo antes del inicio del Consejo Europeo de estos días en Bruselas.

Sostenía la semana pasada en "¿Es posible la unidad nacional?" (AHORA, 11 de enero), y aún antes en "¿Es Cataluña, todavía, un proyecto colectivo?" (AHORA, 21 de diciembre), que era difícil conseguir la independencia de Catalunya sin una unidad nacional cívica. Una unidad que debía ser previa a la estrictamente política, y bastante "madura en el vínculo y estable en el tiempo". Y opinaba que ahora mismo estábamos lejos de tenerla.

Visto con perspectiva, sabemos que éste no es un problema estrictamente catalán, sino global, y que no acabamos de descubrirlo, sino que hace años que se es consciente de ello. Todas las naciones del mundo, al menos las de nuestro entorno geopolítico, ven cómo se disuelven los vínculos tradicionales que las mantenían fuertes, incluso chirrían las que disponen de un estado robusto para defenderlas con la potencia de aquél nacionalismo –el llamado “nacionalismo banal”– cuya naturalización lo hace invisible y, por tanto, más eficaz.

Reculando un poco en el tiempo, podemos hacer memoria de cómo esta disolución del vínculo nacional ya preocupó y mucho laboristas británicos a raíz de los atentados terroristas en Londres en el 2005. Basta con releer algunos discursos Tony Blair o de Gordon Brown sobre una Britishness que creían en horas bajas. O podemos recordar cómo, desde la derecha francesa, Nicolas Sarkozy llegó a crear un ministerio de la Identidad en el 2007 y organizó un gran debate nacional que tuvo ocupado a todo el país. El debate dio significativos discursos del primer ministro François Fillon (¿Qué est-ce que être français?) o del mismo Sarkozy en la Chapelle en Vercours, ambos de 2009.

Y por supuesto que victorias electorales tan significativas –y preocupantes– como la de Trump en el 2016 o la reciente de Milei en Argentina también se sustentan en la exacerbación de esta percepción de amenaza de disolución del vínculo nacional. Y si esto ocurre con los estados fuertes, ¿qué no debe ocurrir en Catalunya, donde tener el estado en contra y no disponer de instrumentos sólidos para lo que habíamos dicho la “reconstrucción nacional” aún la deja más en la escapça?

¿Es tiempo, pues, de volver a la reconstrucción nacional, ahora que nadie habla de ello? ¿Y cómo lo hacemos, vistos los nuevos desafíos que compartimos con el resto del mundo? La respuesta no es fácil, pero seguro que antes que nada conviene reconocer la gravedad de esta disolución. La democracia la exige, como advertía Herrero de Miñón cuando afirmaba que la nación era laa priori, la condición previa. Dejar el desafío en manos de quienes después tildaremos de xenófobo o racista es de una irresponsabilidad que se paga cara.

En segundo lugar, y en consecuencia, hay que asegurarse de que cualquier política de reconstrucción nacional sea no sólo escrupulosamente democrática sino también democratizadora. La mala memoria suele olvidarse de que el proceso independentista nació como una exigencia democrática: el derecho a decidir. Terceramente, el reconocimiento de los procesos de desnacionalización debe acompañarse de su estudio riguroso y desacomplejado. La disimulación políticamente correcta de esta disolución genera más desconfianza y hace crecer el progresivo distanciamiento entre la conversación en la calle y el discurso institucional.

En cuarto lugar, es imprescindible disponer de un discurso público autocentrado. Esto no significa encerrarse en los límites de la propia nación sino estar abierto al mundo, pero con conciencia clara de desde donde se le observa y se le vive. Ahora mismo, la realidad del discurso público catalán es la de un grave descentramiento que hace que no nos veamos con perfil propio y que nos acabemos mirando a nosotros mismos –políticamente, culturalmente, informativamente...– desde Madrid.

Finalmente , y mientras la política catalana siga siendo inevitablemente política española –la financiación, los trenes, la inmigración, incluso la amnistía...–, es necesario buscar y defender con urco los espacios de soberanía popular que tenemos y funcionan. De hecho, el mejor sentimiento de pertenencia es el que se construye desde la experiencia más inmediata y, por tanto, el menos manipulable y menos sometido a los vaivenes de intereses divisores. Y esto incluye desde la más alta creación literaria, pasando por un asociacionismo y voluntariado enérgico, y hasta la más modesta pero arraigada cultura popular local. Y siempre con el apoyo del uso y la defensa de la lengua como espacio común de encuentro en la diversidad.

De momento, no tenemos un estado a favor. Pero tenemos un país económicamente consistente, culturalmente rico y socialmente bien trenzado. Estas son las herramientas en las que es necesario focalizar nuestro esfuerzo.

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