Una niña palestina frente a un coche dañado por un ataque de Israel, en Khan Younis, Gaza.
02/09/2024
2 min

Hacerse cargo de lo que nos está pasando en el mundo no es fácil, porque todo es grave y los titulares nos llueven sin haber tenido tiempo de abrir los paraguas.

Vemos la llegada de cientos de africanos a Canarias, después envían 200 a Tossa de Mar y nos preocupamos por la parte que nos toca. Nos conmueve la miseria, pero, al igual que cuando viajamos en un vagón que va lleno, preferimos que los recién llegados suban al tren trasero y no al nuestro. Además, lo sumamos al cambio de caras, lenguas y culturas que supone que en Cataluña fuéramos 6 millones en 1987 y ahora seamos 8 millones, y nos angustiamos por la viabilidad de los barrios, de la sanidad, de las escuelas o por la supervivencia del catalán. Demasiadas amenazas para poder asumirlas todas.

¿De qué huyen los que vienen, quién o qué hace imposible allí unas condiciones de vida dignas, quién hace negocio con su drama? O la evidencia de que la mayoría de los que trabajan aquí en un trabajo declarado les ha contratado a alguien de aquí que los necesitaba o que ya le iba bien mano de obra más barata... Todo esto queda en una nube de razones demasiado difíciles de salir y de las que no sacamos el agua clara. Sólo sentimos malestar. La ultraderecha se aprovecha y los partidos de siempre no saben cómo ponerse.

Con la guerra en Gaza o en Ucrania ocurre lo mismo. Es insoportable el contraste entre el respeto por la vida, o la lucha contra el cáncer o los avances en cirugía que tenemos por ahí, y los bombardeos de hospitales y escuelas. En este punto de la conciencia de los derechos humanos, el negocio del armamento es indecente. El mundo no se está gobernando de acuerdo con los intereses colectivos, sino de acuerdo con intereses particulares inconfesables. Hacen negocio con la inmigración y la guerra. Y excitando nuestros miedos, hacen negocio con todos nosotros.

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