El Tribunal Supremo contra el Estado de derecho
El derecho, como modo de organización social, se basa en dos premisas: certitud e igualdad. Frente a las sociedades que se basan en la arbitrariedad de los poderosos o la fuerza bruta, el derecho ofrece esas dos ventajas esenciales. Permite regirnos a través de normas que son las mismas para todos y que podemos conocer de antemano. Esa objetividad es la que nos da tranquilidad y permite que nos reconozcamos como ciudadanos y ciudadanas.
Sin embargo, en ocasiones parece que el Antiguo Régimen no se ha ido del todo y que tenemos que seguir luchando por lo evidente. La cosa se pone especialmente dramática cuando quien socava los principios esenciales del Estado de derecho es, nada menos, que el Tribunal Supremo. Es lo que sucede a propósito de la decisión de admitir ahora las impugnaciones contra el indulto a los condenados por el Procés.
Técnicamente el asunto es fácil. Corresponde exclusivamente al Gobierno utilizar la potestad de gracia. Se trata de un poder excepcional que permite al Estado suavizar las consecuencias sociales de algunas sentencias judiciales. Es una facultad estrictamente política que exige valorar la oportunidad política y social de eximir a alguien de cumplir la condena que se le ha impuesto. Puesto que es una decisión política que sirve como contrapeso a la aplicación estricta de la ley por parte de los jueces, resulta lógico que no pueda ser revisada por esos mismos jueces. Cuando se otorga un indulto los jueces solo pueden vigilar que se ha hecho siguiendo el procedimiento establecido, pero no les corresponde juzgarlo pronunciándose sobre si están o no de acuerdo con él.
Así, el Gobierno de Pedro Sánchez entendió que las circunstancias políticas aconsejaban el indulto parcial a los líderes del proceso secesionista condenados y, tras oír los informes pertinentes, utilizó la potestad que le da la Constitución para ponerlos en libertad.
Aun así, la derecha política nacionalista española recurrió el asunto ante el Tribunal Supremo. Desde que perdió las elecciones generales y, consecuentemente, la mayoría parlamentaria parece que esa derecha españolista se ha atrincherado en la judicatura. La auténtica oposición al Gobierno está, con demasiada frecuencia, en jueces y magistrados que despreciando su papel de poder neutral adoptan pronunciamientos políticos destinados a socavar las políticas progresistas.
En este caso no lo consiguieron gracias a que la mayoría de la sala X del Tribunal Supremo entendió con toda lógica que los partidos políticos no están legitimados para recurrir los indultos porque no tienen, como exige la ley, un interés directo en el asunto. Ellos aducían que todo lo que haga el Gobierno tiene trascendencia política y, por tanto, afecta a sus intereses. El argumento es jurídicamente tan disparatado que implicaría que los partidos tendrían legitimidad universal para impugnar cualquier cosa. Así que, razonablemente, no se admitió su recurso. Hasta ahí todo correcto. Solo que la inadmisión se produjo por tres votos contra dos. Los dos disidentes eran magistrados muy cercanos al partido popular que estaban dispuestos a hacer una excepción para este caso respecto a las reglas habituales de admisión.
Pero entonces entran en juego las miserias de un sistema judicial demasiado dado a las componendas y los juegos de poder. La sección que decidió estaba compuesta tan solo por cinco magistrados y no por los siete u ocho habituales. La causa está en que el CGPJ lleva tres años sin renovarse como exige la Constitución y, por tanto, no puede nombrar jueces nuevos que suplan las vacantes que se producen en el Supremo. De los cinco que inicialmente decidieron, una fue destinada a otro puesto y sustituida por una magistrada conservadora. De pronto los conservadores pasan a tener mayoría. Así que el Partido Popular, Ciudadanos y VOX le piden al tribunal que reconsidere su decisión y… magia. Donde el Tribunal Supremo dijo una cosa, ahora dice lo contrario.
No ha cambiado la ley. No han cambiado las circunstancias del caso ni nada. Lo único que ha cambiado es que ahora la mayoría de los jueces que deciden tienen vínculos directos con uno de los recurrentes: el Partido Popular. Formalmente dirán que son jueces distintos y que tienen distintas interpretaciones de la ley. Pero qué casualidad que los magistrados que han sido altos cargos del PP o propuestos por el PP para un alto cargo judicial siempre interpretan la ley del modo más favorable a los intereses del PP, aunque sea jurídicamente disparatado.
En las facultades de derecho se enseña que la función del Tribunal Supremo es asegurar que haya un criterio único en la aplicación de la ley. Pero al parecer eso era antes. Cuando no funcionaba como un tribunal al servicio de intereses estrictamente políticos. En determinados asuntos parece evidente que la decisión final no depende de lo bien que argumenten los abogados participantes. Ni siquiera de lo que digan las normas aplicables. Las decisiones del Supremo, al parecer, dependen exclusivamente de qué partido político promocione a los magistrados implicados.
Más allá, si el Tribunal Supremo dicta una resolución, basta esperar a que cambien sus magistrados y entren otros cercanos a determinado partido político para que inmediatamente corrija su posicionamiento y dicte otra contraria. A eso hemos llegado en el más alto órgano judicial español.
El precedente es gravísimo. La politización de la justicia española está alcanzando límites inaceptables. Los jueces del Tribunal Supremo son nombrados a dedo por el partido político que controla el CGPJ y parece que, además, no son capaces de mantener un mínimo de neutralidad. “Casualmente” sus sentencias le dan demasiado a menudo la razón a los partidos que nombraron a los jueces. La desfachatez cada vez tiene menos límites. El Tribunal Supremo sigue siendo un tribunal y sigue siendo supremo, pero parece que ya no imparte justicia, sino política.
Adiós al Estado de derecho.