1. Carreras. "Sánchez redobla la presión contra Israel y la derecha lo acusa de violencia política", titula el ARA. Realmente, hay que mirar el mundo por un agujero, y ya sabemos que las derechas españolas tienen tendencia a hacerlo, para atribuir violencia a quien protesta con palabras y movilizaciones contra la crueldad genocida a la que Netanyahu ha conducido a Israel. ¿Se puede asistir a la destrucción de un pueblo sin derecho a protestar, a expresar la indignación y pedir que la comunidad internacional pare la atrocidad? Ya sabemos de las limitaciones de Feijóo y de su incapacidad para construir discursos con ideas y propuestas. Pero ver unos disturbios de protesta con motivo de la Vuelta a España y calificarlos de motor de violencia en un momento en el que el horror de Gaza nos envía impactos de destrucción masiva es al menos ridículo. Pero no hay que minimizarlo, porque llega en un momento muy preciso, cuando las derechas europeas están acelerando en el reconocimiento de las extremas derechas que les están acotando el espacio.
Cuando empezó la irrupción de los neofascismos en la escena europea era principio elemental de comportamiento democrático hacerles el vacío y pararles los pies. Ahora ya hay varios en el poder. Y la amenaza sigue. El desgaste de las derechas democráticas, atascadas en cierto conformismo, empieza a calar. No quisieron o no supieron anticipar un cambio de época. A remolque de los poderes económicos, no defendieron lo suficiente los intereses de los ciudadanos y ahora parece que todo es correr. Y en el desconcierto, en vez de replantearse una adecuación de sus estrategias al momento actual, se abren a la extrema derecha con toda impunidad, casi de rodillas.
2. Giro. Lo estamos viendo en España. El régimen construido después del franquismo –el rey Juan Carlos, ante una imagen del atentado contra Carrero Blanco, me dijo: "Si eso no hubiera pasado, ni tú ni yo estaríamos aquí"–, con los altibajos previsibles, fue haciendo camino con un sistema de alternancia que, salvo algunas veces en las que el agotamiento de unos daba mayoría amplia a los otros, ha vivido –y cada vez más– sobre una base pluripartidista que obliga a coaliciones y mayorías complejas. PSOE y PP han gobernado muchos periodos sobre esta base, con combinaciones en las que los nacionalistas periféricos (especialmente PNV y CiU) estaban siempre a punto de echar una mano. Al PP actual –con su estilo guerrero, corto de ideas y transacciones– se le hace difícil sumar. Y Feijóo ha dado por terminado el tabú de Vox. Abascal marca el paso.
El último giro estratégico del presidente del PP está muy claro. El objetivo: que su partido y Vox sumen al máximo y que con los votos de la extrema derecha le baste para ser presidente. Y así estamos. Vox ya no es un estorbo, desde que cada vez se lleva más votantes del PP es un problema, y Feijóo se pone de rodillas. Con un riesgo importante: que la tendencia siga y que, por mucho que el PP se endurezca, la parte de sus electores tentada por Vox opte por el original y no por la copia y los más sensatos se queden en casa. Y al mismo tiempo, en el mismo vecindario del PP, Ayuso, que nunca tuvo reparos con Vox, tira la caña. Vox es de la familia.
En este contexto la derecha catalana empieza a sentirse interpelada por los vientos reaccionarios que nos asedian. Y Junts no tiene ningún problema para votar con Vox para pellizcar al gobierno socialista y dar satisfacción a un sector de la patronal. El secreto de Convergència y de Junts era ser el factor de equilibrio, tal y como lo instauró el president Pujol: en medio y esperar a que cante el que gane para sacarle el máximo rendimiento posible. ¿Ahora los primeros pasos hacia la extrema derecha, señales de reconocimiento a Aliança Catalana y olvido del tabú de Vox, son para anticipar el cambio o sencillamente porque buscan aclimatarse al impulso de la onda reaccionaria de las derechas europeas?
Los hechos son claros: la confusión de las clases populares, que ven que el mundo se les escapa, los hace sensibles –como en otros momentos de la historia– a las apoteosis nacionalistas que ven la democracia como un obstáculo. Y es un momento crítico, porque no es un delirio de iluminados. Está detrás la voluntad de grandes poderes económicos y de comunicación del momento. Y según las encuestas parece que las únicas que se dan cuenta –y resisten– con el voto son las mujeres, y especialmente las de sesenta para arriba. Estamos avisados.