Ya tenemos a Donald Trump entronizado, sin importar que haya animado a asaltar el Capitolio o que pueda ir a la cárcel para comprar el silencio de una actriz porno. Trump olfateó antes que nadie que un presidente negro alteraba lo que para muchos americanos era el orden natural de las cosas y por eso hizo correr que Obama no era americano de nacimiento. Mentira y odio, todo en uno. Y funcionó. A base de sentido del espectáculo y de alarde chabacano, Trump ha sabido ser la voz del resentimiento de ciudadanos que ya no reconocen a América en la que viven, “desnaturalizada” por la inmigración (¡en un país de inmigrantes!) , la globalización, el feminismo o los derechos del colectivo LGBTI. El mayor capitalista de Monopoly ha hecho creer a los votantes que él es el instrumento (tras el atentado, el instrumento de Dios) contra la casta de Washington que les malgobierna.
El problema es que el Partido Demócrata hace ya tiempo que no sabe encontrar ni el tono, ni el mensaje, ni el candidato ni las políticas. El propio Obama se rió de Trump en la cara en la cena de corresponsales del 2011. Ese menospreciamiento lo han pagado caro. Cinco años más tarde eligieron a Hillary Clinton, que ni era nueva ni era cambio, para enfrentarse a ella. Cuidado de humildad. Y cuando Biden naufragó sin remisión al debate ante Trump, Obama salió a protegerle diciendo que una mala noche puede tenerla cualquiera; un tuit piadoso, pero que iba en contra de lo que todos habíamos visto. El resultado es que Trump ha sido proclamado candidato republicano, ha cambiado el alma conservadora del partido por otra corrosiva e insidiosa, y sube a las encuestas. Y los demócratas admiten ahora que tal vez tendrán que cambiar de caballo a medio cruzar el río. Que Dios bendiga a América.